La Revista de la Asociación de la Misericordia para Escrituras y Teología

Catalina McAuley y el cuidado de los enfermos

La «visitación» a las personas enfermas pobres era uno de los tres elementos centrales en la visión de Catalina McAuley de la obra de misericordia a la que ella y, más tarde, sus compañeras de las Hermanas de la Misericordia fueron llamadas.1 Concebía esta «visitación» como una forma de brindar a las personas desesperadamente enfermas y moribundas tanto consuelo material como religioso. Lo que llama especialmente la atención de su servicio y abogacía en favor de la gente pobre enferma no es sólo su disposición a cuidar de personas con enfermedades infecciosas extremadamente peligrosas (cólera y tifus, por ejemplo), con el consiguiente riesgo para su propia vida, sino su deseo abrumador de ofrecer a estas personas abandonadas y rechazadas la dignidad y el consuelo cristiano que ella sentía que les correspondía por derecho, como seres humanos con quienes Jesucristo mismo estaba íntimamente identificado.

En el siguiente ensayo deseo desarrollar este tema general centrándome en cuatro subtemas: El servicio innovador y valiente de Catalina a enfermos y moribundos pobres de su tiempo; la continuación de su visión y práctica en sus primeras compañeras; el carácter de la visitación cristiana de enfermos que Catalina imaginó y describió, especialmente en el capítulo 3 de su Regla; y, finalmente, las implicaciones de la práctica de Catalina para el cuidado de las personas enfermas en la actualidad.

Pero, primero, ¿qué sabemos del estado de los conocimientos médicos a principios del siglo XIX, cuando Catalina McAuley salió a las calles de Dublín para atender a pobres enfermos y moribundos? Recordar algunos hechos históricos puede ayudarnos a apreciar a qué se enfrentaba.

En 1837 William Gerhard, médico de Filadelfia, publicó un artículo en el que demostraba, por primera vez en la historia de la medicina, que la fiebre tifoidea y el tifus eran dos enfermedades distintas, con síntomas y causas diferentes, a pesar de la tendencia predominante a clasificarlas a ambas simplemente como «fiebre». En 1839, William Budd, un médico rural británico, inició su histórico estudio sobre el origen y la transmisión de la fiebre tifoidea, y en 1856 concluyó, por primera vez en la historia de la medicina, que la fiebre tifoidea se propaga por la materia fecal humana infectada, aunque entonces no pudo identificar su causa orgánica específica. En 1854, John Snow, otro médico británico, demostró durante un brote en Londres que el cólera es una enfermedad transmitida por el agua, que se propaga en una población a través del agua potable contaminada, pero en aquel momento no pudo precisar el agente responsable.

En 1864, Louis Pasteur, ayudado por los avances en el microscopio inventado casi 200 años antes por Anton van Leeuwenhoek (1632-1723), convenció a científicos para que aceptaran la existencia y el carácter general de los gérmenes, microorganismos vivos que causan enfermedades infecciosas. En 1865 Joseph Lister inauguró la cirugía antiséptica, utilizando ácido carbólico para prevenir la infección quirúrgica. En 1880, el patólogo estadounidense Daniel Elmer Salmon identificó el bacilo de la fiebre tifoidea (Salmonella typhosa). En 1882 Robert Koch identificó por primera vez el bacilo causante de la tuberculosis, dando así cuenta de la llamada «tisis» que había llevado a la muerte a tantas personas, y en 1883 identificó el microorganismo responsable del cólera. En 1909, Charles Nicolle demostró por fin el modo de transmisión del tifus epidémico a través de los piojos infectados.2

Así, a finales del siglo XIX, los avances de la microbiología y la epidemiología, posibilitados en parte por los avances de la óptica, permitieron por fin a profesionales de la medicina conocer los microorganismos concretos responsables y los respectivos modos de transmisión de un amplio abanico de enfermedades infecciosas que habían asolado la vida humana durante siglos: ántrax, cólera, disentería, difteria, viruela, tuberculosis, fiebre tifoidea y tifus, por citar sólo algunas de las enfermedades infecciosas más temidas, y hasta entonces a menudo mortales. De hecho, no fue hasta 1935 y las dos décadas siguientes, cuando se crearon por primera vez las sulfamidas, la penicilina y otros agentes antibióticos, que la medicina dispuso, por fin, de medios eficaces para tratar los brotes de estas enfermedades masivas. Y no fue hasta 1977-1980 cuando la Organización Mundial de la Salud pudo por fin declarar erradicada la viruela como enfermedad humana, habiéndose logrado previamente el descubrimiento del virus que la causa con la ayuda del microscopio electrónico (construido por primera vez en 1931).

Pero Catalina McAuley murió en 1841, cuando Louis Pasteur tenía sólo diecinueve años. Por lo tanto, vivió y trabajó en un mundo que aún no se había beneficiado de los descubrimientos que llegarían más tarde en el siglo: un mundo todavía plagado de causas peligrosas, pero aún no identificadas de enfermedades graves y muerte; un mundo en el que los pobres eran especialmente vulnerables debido al hacinamiento y la decadencia de sus viviendas, su deficiente eliminación de aguas residuales y sus suministros de agua desprotegidos.

El conocimiento de estos hechos históricos es esencial para una comprensión completa de la atención íntima de Catalina McAuley a las personas pobres enfermas y de los riesgos deliberados que implicaban sus visitaciones a enfermos en los barrios bajos de Dublín. De hecho, al menos en una ocasión, en 1832, Sir Philip Crampton, eminente médico dublinés, aconsejó encarecidamente a Catalina que abandonara la visitación de enfermos. No es que no fuera consciente de los peligros que ello conllevaba; al contrario, Clare Moore, una de sus primeras colaboradoras, afirma que tenía «un miedo natural al contagio» («Crónicas de Bermondsey», Sullivan 112). Pero, como también señala Clare, Catalina «superó ese sentimiento» en aras del consuelo y la consolación que podría aportar a quienes sufrían no sólo los dolores físicos de la enfermedad y la muerte, sino aún más, los dolores espirituales del abandono y la desesperanza.

I. El cuidado de Catalina McAuley a enfermos pobres

Karl Rahner habla de la «audacia» (parresía) apostólica que impulsó el discurso público de los primeros seguidores de Jesús. Señala su audacia al proclamar públicamente el Evangelio en un mundo hostil a su misión. Creyendo que habían sido realmente «enviados» por Jesús a ese mismo mundo, y por su bien, superaron sus temores y su preferencia por el silencio, y dieron testimonio con palabras de la revelación que habían recibido, aceptando el peligro que ello implicaba (Investigaciones Teológicas 7: 260-67). Catalina McAuley manifestó una audacia apostólica comparable en su discurso, pero aún más en sus acciones. Su presencia personal entre gente pobre desesperadamente enferma y su cuidado íntimo de la gente, en toda clase de condiciones sucias, desagradables y agotadoras, era una proclamación enfática de la solidaridad misericordiosa con quienes estaban en necesidad, que ella creía que estaba en el corazón del Evangelio. Así, su visitación a las personas pobres y enfermas emulaba la audacia de aquel a quien seguía: Jesús, que tocó las llagas de los leprosos (Mc 1,41).

Catalina empezó a visitar a enfermos pobres en sus propias viviendas mientras vivía con los Callaghan en Coolock House (1803-1822), donde ejerció de compañera de la señora Callaghan, pero obviamente pudo dedicar más tiempo a esta labor tras la muerte de Catherine Callaghan y su marido William. Sin embargo, sus primeras experiencias como enfermera no tuvieron que ver con pacientes pobres, sino con las enfermedades y muertes de sus propios parientes y amistades cercanas. Su madre, Elinor McAuley, murió en 1798, cuando Catalina tenía unos veinte años; Catherine Callaghan murió en 1819, tras una enfermedad «prolongada y tediosa» que la mantuvo postrada en cama durante tres años («Manuscrito Limerick», Sullivan 145); la prima de Catalina, Ann Conway Byrn, murió en agosto de 1822, dejando cuatro hijos, dos de los cuales fueron adoptados por Catalina; William Callaghan murió en noviembre del mismo año; el sacerdote Joseph Nugent, amigo cercano de Catalina, murió de tifus en mayo de 1825; su hermana Mary murió de cáncer en agosto de 1827; Edward Armstrong, su confesor, murió en mayo de 1828; y en enero de 1829 su cuñado William Macauley murió de «dolor de garganta ulcerado con fiebre», dejando cinco hijos, todos los cuales fueron adoptados por Catalina («Manuscrito de Limerick», Sullivan 161). Durante todas estas últimas enfermedades Catalina cuidó de enfermos día y noche, a veces durante meses, a veces sólo durante unos días o semanas. Fueron sin duda estas experiencias de cuidar a sus familiares y amistades las que le enseñaron a cuidar a las personas enfermas y moribundas, y las que años más tarde, después de haber experimentado muchas más muertes de sus seres queridos, la llevaron a escribir: «la tumba nunca parece cerrarse para mí» (Neumann, ed. 100).

A la muerte de William Callaghan en 1822, Catalina heredó la mayor parte de los bienes de Callaghan. Continuó viviendo en el pueblo de Coolock, al norte de Dublín, mientras planeaba su futuro trabajo y construía la gran casa que había diseñado para este fin en Baggot Street, Dublín. Las Crónicas de Bermondsey cuentan que, tanto antes como durante este periodo, «tenía por costumbre visitar asiduamente a enfermos pobres, tanto en las míseras calles y callejuelas de la parroquia de Santa María [Liffey Street], Dublín, como en el pueblo cercano a su residencia» (Sullivan 101). Durante una de estas visitas Catalina conoció a la Sra. Harper.

El Manuscrito Limerick recoge su respuesta:

En una ocasión descubrió a una pobre maníaca que había disfrutado de las comodidades de la vida, siendo de buena familia, pero que luego fue abandonada por todos y sufría de extrema pobreza. Inmediatamente se hizo cargo de esta pobre criatura y, en lugar de internarla en un asilo, la llevó a su propia casa, donde la mantuvo hasta su muerte. La señorita McAuley tuvo mucho que sufrir a causa de esta mujer, ya que, con la perversidad que a veces acompaña a la locura, concibió un odio absoluto hacia su benefactora, y de ordinario empleaba con ella el lenguaje más virulento y despectivo. Además, era de hábitos muy sucios y tenía la inveterada costumbre de robar todo lo que caía en sus manos, escondiendo las cosas que no podía usar, lo que causaba grandes molestias a la familia. Sin embargo, la paciencia de su protectora nunca parecía perturbada por estas continuas molestias, ni permitía que la servidumbre se burlara [sic] de la pobre criatura sobre el tema. («Manuscrito Limerick», Sullivan 151-52)

Aunque sus habitaciones aún no estaban totalmente terminadas, la Casa de Catalina en Baggot Street se inauguró el 24 de septiembre de 1827, y las dos primeras asociadas de Catalina – su prima adoptiva, Catalina Byrn, y Anna Maria Doyle – se trasladaron ese mismo día para comenzar las obras de Misericordia que Catalina había planeado. En junio de 1828, la propia Catalina residía con bastante regularidad en Baggot Street, cuando no estaba cuidando a los hijos pequeños de su difunta hermana en casa de su cuñado. Coolock House se vendió en septiembre siguiente, y en noviembre de ese año Catalina pidió permiso al Arzobispo Daniel Murray para visitar a las personas pobres enfermas, no sólo en sus propias casas, sino también en los hospitales de Dublín. Así comenzó, a finales de noviembre de 1828, tres años antes de la fundación de las Hermanas de la Misericordia, la visitación diaria de enfermos pobres que iba a caracterizar la vida de casi todas las Hermanas de la Misericordia hasta bien entrado el siglo XX.

Los primeros años del siglo XIX – antes y después de la Ley de Emancipación Católica de 1829 – no fueron los mejores tiempos ecuménicos en Dublín, y el temor mutuo al proselitismo, tanto por parte de católicos como de protestantes, había llevado a excluir a ministras/os de todas las confesiones religiosas de visitar a pacientes en hospitales. Además, salvo el hospital San Vicente, abierto por las Hermanas de la Caridad irlandesas en 1834 (Scanlan 8), todos los hospitales de Dublín en tiempos de Catalina estaban bajo dirección protestante.3 Este hecho explica el cuidado de Catalina – algunos dirían que su astucia – para conseguir entrar en los pabellones de pobres de los hospitales de la zona sur de Dublín. (Según Mary Vincent Harnett, dejaba los hospitales del norte de la ciudad al ministerio de las Hermanas de la Caridad irlandesas que residían allí [Vida 57]). El Manuscrito Limerick es particularmente detallado sobre el método de Catalina:

En esa época no estaba permitido que ningún integrante de cualquier cuerpo religioso de Dublín visitara los hospitales públicos. La señorita McAuley deseaba remediar este mal, y sabiendo que el mayor número de pacientes recibidos en estos hospitales eran católicos romanos, resolvió hacer un esfuerzo para tener acceso a ellos con el propósito de comunicarles instrucción y consuelo. Como sabía que las personas accederían de mejor grado a la petición de quienes ocupaban una buena posición social, que, a la hecha por individuos de rango humilde, resolvió, para promover el objeto que tenía en vista, hacer sus primeras visitas en su propio carruaje. Esto lo hizo, no por ningún motivo de ostentación o exhibición, sino por el deseo de eliminar los obstáculos que el mundo pudiera poner al cumplimiento de sus designios caritativos; deseaba vencer los prejuicios del mundo con sus propias armas, y habiéndolo logrado felizmente, se deshizo de su carruaje en el transcurso de unos pocos meses y nunca más volvió a utilizarlo. Su primera visitación fue al hospital de Sr. Patrick Dunne, donde uno de sus amigos protestantes era médico jefe. Fue acompañada por tres de sus asociadas,4 y mientras uno o dos de los gobernadores la llevaban a través del establecimiento, y le mostraban varios objetos de curiosidad como los medios que la ciencia moderna ha empleado para mitigar el dolor humano, sus jóvenes amigas estaban dispersas por los pabellones ofreciendo consuelo a sus pacientes. En el curso de la conversación, aprovechó la oportunidad para preguntar si habría alguna objeción por parte de los administradores a su visita de vez en cuando, con el fin de impartir consuelo religioso a las personas internas pobres que sufrían; la respuesta fue que no había la más mínima objeción en su camino, y que era perfectamente bienvenida a visitar a pacientes tan a menudo como lo deseara. Hizo una visita similar al Hospital Mercer y tuvo el mismo éxito. («Manuscrito Limerick», Sullivan I 59-60)

Además de los hospitales Sir Patrick Dun y Mercer, Catalina y sus asociadas visitaban también a enfermos pobres en el Hospital Coombe Lying-In y en el Hospital para Incurables de Donnybrook. Recorrieron a pie distancias considerables hasta estos hospitales, así como hasta las casuchas de enfermos pobres, por lo que con el tiempo fueron apodadas «las monjas caminantes».

En su libro, La enfermera irlandesa, Pauline Scanlan ofrece algunos datos históricos sobre los hospitales de la época de Catalina. Por ejemplo, señala que el Hospital Mercer, situado en una casa de piedra utilizada originalmente como hogar para niñas pobres, se fundó en 1734 «para la recepción y alojamiento de personas pobres enfermas que pudieran padecer enfermedades de curación tediosa y peligrosa, como la epilepsia, la locura, la lepra y otras similares» (2). El quirófano del Hospital Sir Patrick Dun, inaugurado en la calle Lower Grand Canal en 1809, era todavía, en tiempos de Catalina, una habitación individual, «calentada por una estufa» y sin «agua caliente ni fría». Se dice que el nuevo quirófano construido en 1898 fue «el primer quirófano antiséptico moderno» de Irlanda (Scanlan 19). El Hospital Coombe Lying-In, «fundado en 1826 para mujeres embarazadas pobres que vivían en la zona de Coombe, en Dublín», al sur del río Liffey, tenía treinta y una camas (Scanlan 7). El Hospital para Incurables fundado, con una enfermera, en Fleet Street en 1744 se trasladó más tarde, en el siglo XVIII, a Donnybrook Road, donde entonces albergaba a cerca de cien pacientes (Scanlan 2).

Como señala Scanlan: «durante el siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX, la mayoría de las enfermeras estaban clasificadas como empleadas domésticas, y la enfermería se consideraba una función para menestrales» (55). En un informe sobre las condiciones en los hospitales de Irlanda, publicado en 1835, el médico-autor se refiere a los «problemas causados por la ignorancia y la falta de formación de las enfermeras y comadronas», para quienes la limpieza, la dieta adecuada de sus pacientes y la ventilación no solían ser prioridades (Scanlan 64). Otros comentaristas han señalado que la intoxicación durante el servicio era frecuente en el personal de enfermería de algunos hospitales de Irlanda e Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX. La proporción de enfermeras por paciente solía ser elevada; el suministro de agua, escaso; los pabellones, superpoblados; los servicios de lavandería, deficiente; y las tareas de las enfermeras, muy variadas. En estas circunstancias, no es de extrañar que las enfermeras, analfabetas y sin formación, estuvieran agotadas y fueran negligentes, y que sus pacientes, enfermos pobres sin medios para pagar, fueran los menos atendidos. Según Scanlan, un informe sobre la Casa de la Industria de Dublín escrito en 1807 afirma que «cuarenta y ocho lunáticos, así como otros pacientes, estaban siendo alojados dos por cama, en ese momento» (56). Fue a ese manicomio al que Catalina McAuley no enviaría, algunos años más tarde, a la señora Harper.

El estado de los cuidados de enfermería en los hospitales de Dublín a principios del siglo XIX puede deducirse de la historia de Mary Ann Redmond, una joven rica del sur de Irlanda que tenía «una hinchazón blanca en la rodilla». Michael Blake, vicario general de la diócesis de Dublín, era muy amigo de Catalina McAuley. También conocía a Mary Ann Redmond y en julio de 1830 pidió a Catalina que la visitara en su alojamiento de Dublín. Cuando los médicos de Mary Ann decidieron amputarle la pierna, Michael Blake rogó a Catalina que permitiera que la operación se llevara a cabo en Baggot Street, en lugar del hospital. En una carta escrita catorce años más tarde, Clare Moore, que estaba presente en Baggot Street en aquel momento, dice que «la caridad de la Rvda. Madre consintió fácilmente. La alojaron en la gran habitación que ahora está dividida en noviciado y enfermería. Madre Mary Ann [Doyle] y Madre Angela [Dunne] estuvieron presentes durante la operación, aunque sus gritos eran espantosos. La atendimos noche y día durante más de un mes, al cabo del cual fue trasladada un poco al campo, donde sufrió durante dos o tres meses y murió en gran agonía» (Sullivan 89-90). Las Crónicas de Bermondsey señalan que «Durante el mes que esta joven estuvo en el convento, [Catalina] la cuidó día y noche como si fuera su hija» (Sullivan 104).5

Pero dos años más tarde, el cuidado de Catalina por las personas enfermas se enfrentó a una prueba aún más dura. Tres meses después de la fundación de las Hermanas de la Misericordia, el 12 de diciembre de 1831, una violenta epidemia de cólera asiática asoló Inglaterra e Irlanda, llegando a Dublín a finales de marzo de 1832. Mientras tanto, en Baggot Street, Anne O’Grady acababa de morir de consunción el mes anterior, y Mary Elizabeth Harley, una de las dos jóvenes que habían ido a George’s Hill con Catalina, también se estaba muriendo de consunción, muerte acelerada por la humedad de la cocina del sótano donde había sido asignada a trabajar en George’s Hill. Varias otras en Baggot Street también estaban enfermas, tres con virulento escorbuto, y así el futuro mismo de las Hermanas de la Misericordia estaba amenazado por la enfermedad y la muerte («Manuscrito Dublín», Sullivan 206). En medio de este grave sufrimiento comunal llegó una petición pública de ayuda.

A finales de abril, a medida que aumentaba el número de casos de cólera y de víctimas mortales, y se extendía la contaminación en las instalaciones hospitalarias existentes, la Directiva de Sanidad de Dublín decidió abrir algunos hospitales temporales para enfermos de cólera: en la parte occidental de la ciudad, la Penitenciaría Grangegorman se convirtió en hospital, y se puso al cuidado de las Hermanas de la Caridad irlandesas; al este, se transformó el Depósito Townsend Street, y se pidió a las Hermanas de la Misericordia que se hicieran cargo de la enfermería allí. Así, pocos días después de la muerte de Elizabeth Harley, el 25 de abril, Arzobispo Murray acudió a Baggot Street, a petición de Catalina, para dar permiso a la comunidad de emprender esta peligrosa labor. Él mismo, el día anterior, había publicado una carta pastoral sobre la epidemia (Meagher 154-56). Aunque el hospital Grangegorman se cerró al cabo de tres meses, el Townsend Street permaneció abierto el resto del año, y las Hermanas de la Misericordia atendieron allí a las víctimas del cólera durante más de siete meses, desde principios de mayo hasta diciembre de 1832. En el punto álgido de la epidemia morían en Dublín más de 600 personas al día. El hospital Townsend Street, inicialmente pensado para albergar a cincuenta pacientes, pronto se amplió, aunque, en el transcurso de un día, la misma cama era ocupada a menudo por varios pacientes sucesivamente. Mary Austin Carroll afirma que en el hospital Townsend Street se trataron 3.700 casos de cólera (Leaves 2: 295).

Todos los primeros manuscritos biográficos sobre Catalina McAuley reflejan esta extraordinaria experiencia. En su «Memoria de la Fundadora» («Manuscrito Dublín»), Clare Augustine Moore dice:

Las muertes eran tantas, tan repentinas y tan misteriosas que la gente pobre e ignorante creía que los médicos habían envenenado a sus pacientes y, como era necesario enterrarlos inmediatamente, se decía que muchos habían sido enterrados vivos. Algunos sin duda lo fueron, pero hay razones para creer que muy pocos. Fue en estas circunstancias cuando la Rvda. Madre ofreció sus servicios al hospital del cólera Townsend Street, que fueron aceptados con gratitud. Una vez que el Arzobispo aprobó esta medida, las hermanas comenzaron sus tareas para gran consuelo de pacientes y médicos; pero la fatiga que sufrieron fue terrible. Rvda. Madre describió a algunas de nosotras a las hermanas que regresaban pasadas las 9 [p.m.], aflojaban sus cordones en las escaleras y se detenían, vencidas por el sueño. (Sullivan 207)

En su carta del 26 de agosto de 1845, Clare Moore dice que Catalina estuvo en el hospital «mucho… y una vez que una pobre mujer fue confinada recientemente o en ese momento, y murió justo después de cólera, la querida Rvda. Madre tuvo tanta compasión del bebé que se lo llevó a casa bajo su chal y lo puso a dormir en una camita en su propia celda, pero como puede suponer, el pequeño lloró toda la noche y la Rvda. Madre no pudo descansar, así que al día siguiente se lo dieron a alguien para que lo cuidara» (Sullivan 97-8).

Según Mary Ann Doyle y Clare Moore,6 las hermanas iban a Townsend Street en turnos de cuatro horas, empezando a las ocho o las nueve de la mañana. Cuatro hermanas prestaban servicio a la vez, a pesar de que entonces sólo había once en la comunidad de Baggot Street, y de que la escuela para niñas pobres y el refugio para mujeres sin hogar funcionaban ya a pleno rendimiento. La propia Catalina permanecía en el hospital todo el día, supervisando el cuidado de pacientes y el trabajo de las enfermeras contratadas. Clare Moore afirma que Catalina «apenas salía del hospital». Allí se la podía ver entre muertos y moribundos, rezando junto al lecho del cristiano agonizante… y elevando su corazón hacia Dios por medio de la caridad («Crónicas Bermondsey», Sullivan 112). Como las muertes por cólera eran tan numerosas y rápidas, se extendió entre los pobres el temor de que estuvieran enterrando vivos a las/los pacientes. En consecuencia, la propia Catalina asumió personalmente la responsabilidad de muertos y moribundos. Como señala Mary Austin Carroll:

Ella no permitía que se enterrara a nadie hasta que se hubiera asegurado por inspección personal de que la vida estaba realmente extinguida, ni permitía que las enfermeras cubrieran los rostros de los que se suponía que estaban muertos, hasta que transcurriera un tiempo determinado. Eran precauciones necesarias, que probablemente salvaron a miles de un destino más terrible que la muerte por cólera… Ella fue muy severa con las enfermeras que descuidaban a sus enfermos, o que parecían tener demasiada prisa por deshacerse de los muertos; tampoco perdonó a algunos médicos que, impasibles ante los horrores de la terrible crisis, sólo pensaban en el honor de descubrir un [remedio] específico contra la peste, y que, en su ardor por experimentar, parecían olvidar que sus pacientes eran seres humanos. (Vida 226)

Además del miedo a ser enterrados vivos, la gente pobre – especialmente quienes no habían tenido experiencia previa de la violencia del cólera ni de la decoloración de sus víctimas – temía dejar que los carros del cólera llevaran a sus parientes enfermos a los hospitales porque creían que los médicos estaban envenenando a los pacientes. Ni siquiera la carta pastoral del arzobispo Murray pudo convencerles plenamente de que no era así. Al parecer, en el hospital Townsend Street sólo la presencia constante de Catalina McAuley, las Hermanas de la Misericordia y algunos clérigos católicos – entre ellos los amigos de Catalina, Michael Blake y Thomas O’Carroll – podía tranquilizar adecuadamente a pacientes y familiares. Según Mary Vincent Harnett, la gente «se reconciliaba más cuando veía a las hermanas aceptar y administrar las recetas de los médicos» (Vida 88).

El cólera es una violenta enfermedad diarreica «caracterizada por una devastadora pérdida intestinal de líquidos y electrolitos, cuya reposición constituye el elemento vital del tratamiento». Sin ello, «puede producirse la muerte por deshidratación o desequilibrio salino» (Compañero de Medicina de Oxford 1: 213, 596). En tiempos de Catalina, a las/los pacientes se les trataba con sangrías, aplicaciones de calor, dosis de calomelanos y paliativos como el opio, el láudano y el brandy. Las hermanas iban de cama en cama durante todo el día, administrando estos remedios y secando el sudor helado de los cuerpos de sus pacientes. No es de extrañar que Mary Ann Doyle, tras arrastrarse repetidamente de cama en cama, se lesionara las rodillas. El famoso poema de Catalina, «Cólera y colerina», fue escrito en esta época, como un homenaje humorístico a las dos articulaciones doloridas de Mary Ann.

Años más tarde, el Dr. Andrew Furlong, un médico que había trabajado codo con codo con Catalina durante siete meses en el hospital Townsend Street, declaró que el Dr. Hart, el médico jefe del hospital, dijo de las Hermanas de la Misericordia: «Fueron de la mayor utilidad, y… el hospital no podría funcionar sin ellas. Mantenían a las ochenta enfermeras en orden, lo que era difícil de hacer». Al parecer, el Dr. Hart dio a Catalina «el control más completo» y, según Mary Austin Carroll, «solía atribuir la escasez de muertes (alrededor del treinta por ciento), en comparación con [el] alto porcentaje en otros lugares, a su sabia administración» (Leaves 2:295).

En los nueve años que le quedaban de vida, Catalina siguió dando gran prioridad al cuidado de pobres enfermos y moribundos, incluso cuando visitarlos le costaba mucho a su propia salud. Cuando fundó la casa filial de Kingstown (Dun Laoghaire) en 1835, las Crónicas Bermondsey señalan que, aunque inmediatamente puso en marcha una escuela para las niñas pobres y abandonadas que veía allí (Neumann, ed. 86-7), «también visitaban a enfermos, yendo a menudo muy lejos, y nuestra buena Fundadora, a pesar de la dificultad que experimentaba para caminar, nunca escatimó en esas labores de caridad y misericordia» (Sullivan 114).

En la primera década de las Hermanas de la Misericordia, veinte miembros de la congregación murieron de fiebre tifoidea, tifus, tisis y erisipela (una grave infección estreptocócica de la piel y los tejidos subcutáneos). La propia Catalina murió el 11 de noviembre de 1841 de tuberculosis pulmonar complicada con empiema. Como es bien sabido que sufría con frecuencia ataques de encías doloridas, tan graves que apenas podía comer la dieta de un lactante (Neumann, ed. 195), también es posible que padeciera escorbuto, una afección derivada de la deficiencia de vitamina C. Es dudoso que en Baggot Street hubiera muchas frutas y verduras frescas.

II. La continuación de la visión y práctica de Catalina

En los años que siguieron a la muerte de Catalina, sus compañeras y seguidoras de las Hermanas de la Misericordia continuaron con su incansable cuidado de las personas pobres enfermas y moribundas y, en repetidas ocasiones, emprendieron peligrosos ministerios entre enfermos pobres que la habrían preocupado y complacido a la vez. No es posible relatar aquí todas las visitaciones de enfermos que tuvieron lugar en las nueve fundaciones de las Hermanas de la Misericordia que Catalina estableció fuera de Dublín, pero tres acontecimientos pueden servir para ilustrar la devoción de sus compañeras a enfermos desesperados: la epidemia de cólera de 1848-1849, la guerra de Crimea y los casos de viruela endémica en Londres en 1862.

La hambruna irlandesa – a menudo llamada la Gran Inanición o la Gran Hambruna – comenzó en 1845 con la plaga de la cosecha de patata, entonces el único alimento de un tercio de irlandeses (Ô’ Tuathaigh 203). Duró cinco años, durante los cuales se calcula que murieron entre 800.000 y 1.000.000 de personas por inanición, por las enfermedades que normalmente acompañan a la hambruna (tifus, fiebre tifoidea o recurrente, disentería, hidropesía y escorbuto) y por una devastadora invasión de cólera. Cada ciudad y pueblo de Irlanda donde vivían entonces las Hermanas de la Misericordia fue asolado de una manera u otra por este desastre humano de múltiples facetas. Con la reticencia que a menudo marcaba las referencias a la Hambruna por parte de la gente común irlandesa, los comentarios sobre la Hambruna en las crónicas existentes de las primeras comunidades de la Misericordia son breves. Más detallados son sus relatos sobre la asistencia a las víctimas de las enfermedades que la acompañaron.

Las Crónicas Limerick, por ejemplo, recogen que en la grave epidemia de cólera que asoló toda Irlanda entre diciembre de 1848 y 1849, las Hermanas de la Misericordia de Limerick, dirigidas por Mary Elizabeth Moore, trabajaron en dos hospitales del cólera. Elizabeth había ingresado en la comunidad de Baggot Street en junio de 1832 y fue enfermera con Catalina McAuley en el depósito de Townsend Street durante la epidemia de 1832. Por tanto, ella fue muy consciente de que el cólera puede transmitirse a través de las heces de las víctimas infectadas, aunque su origen sea el agua contaminada. Por eso, cuando el brote llegó a Limerick en la primavera de 1849, Isabel sólo pidió voluntarias a la comunidad, para que la acompañaran a atender a las víctimas del cólera en dos hospitales de Limerick: Barrington y San Juan. Su asistencia comenzó el 6 de marzo, permaneciendo las hermanas en estos hospitales día y noche.

Marie-Therese Courtney, basándose en las Crónicas Limerick, informa que:

La asistencia activa constante [en estos hospitales] continuó durante más de un mes, con nuevos grupos de cuatro personas relevando a otras en cada hospital. En su primera noche en St. John murieron diecinueve personas. Madre Elizabeth hacía sus rondas diarias por todos los pabellones y pacientes de ambos hospitales… El Sábado Santo, 7 de abril [cuando la epidemia de cólera empezó a declinar], cesó la vigilancia nocturna y todas regresaron al convento, pero durante tres semanas después continuaron asistiendo diariamente a enfermos en los hospitales. (Courtney 38, 39)

En Dublín, en 1832, ninguna Hermana de la Misericordia contrajo el cólera, pero en Limerick, en 1849, dos hermanas se infectaron. Aunque una se recuperó, la otra, Mary Philomena Potter, murió el 19 de abril de la enfermedad, «contraída en su servicio a enfermos en Barrington, y [de] puro agotamiento» (Courtney 39). Del mismo modo, en Galway, en el mismo año, donde las Hermanas de la Misericordia atendían a las víctimas del cólera día y noche en el Hospital de la Fiebre, a poca distancia del convento, dos hermanas murieron de la enfermedad: Mary Joseph Joyce y Mary Agnes Smyth.

Tal vez la más dramática y conocida de las experiencias de enfermería de las primeras Hermanas de la Misericordia es su servicio desde finales de 1854 hasta mediados de 1856 en los hospitales militares británicos en Turquía y Crimea durante la Guerra de Crimea. Veintitrés Hermanas de la Misericordia se ofrecieron como enfermeras voluntarias en estos hospitales a petición del gobierno británico: ocho de Bermondsey, Londres, bajo la dirección de Mary Clare Moore; y un segundo grupo de quince (doce de Irlanda, dos de Liverpool y una de Chelsea, Londres), bajo la dirección de Mary Francis Bridgeman de Kinsale. El libro de Mary Angela Bolster, Las Hermanas de la Misericordia en la guerra de Crimea, se basa en diarios y cartas que se refieren principalmente a las experiencias del contingente irlandés, mientras que la correspondencia y las crónicas de los archivos Bermondsey se centran sobre todo en las experiencias del contingente de Bermondsey. Ambas fuentes documentan este servicio de enfermería extraordinariamente difícil, emprendido sólo trece años después de la muerte de Catalina McAuley.

Las dos hermanas de Liverpool murieron en Crimea: Mary Winifred Sprey, de cólera, el 20 de octubre de 1855; y Mary Elizabeth Butler, de tifus, el 23 de febrero de 1856. Ambas contrajeron sus enfermedades mortales en los pabellones donde servían, y sus muertes fueron las más graves de las aflicciones físicas que sufrieron las hermanas durante la guerra. Pero hubo otros sufrimientos y penurias diarias que también se cobraron un alto precio: la suciedad de los pabellones y habitaciones donde trabajaban y vivían; las ratas y piojos constantes; la escasez de comida, ropa y agua; las largas horas de trabajo desgarrador; el frío glacial, alternado con el calor húmedo; los retrasos burocráticos en la función del Proveedor; la falta de ropa de cama y otros suministros médicos; los numerosos oficiales médicos que resentían la presencia de enfermeras (las primeras enfermeras de este tipo en la historia militar británica); y, más que todo lo demás, la constante llegada desde el frente de soldados gravemente heridos, demacrados y aquejados de enfermedades, y las horrendas tasas de mortalidad. Unos 250.000 soldados aliados (ingleses, irlandeses, escoceses, franceses y sardos) murieron en Crimea, la mayoría por infecciones, enfermedades, especialmente el cólera, y otras dolencias ajenas al combate. Sólo 70.000 murieron en combate.7 En febrero de 1855, durante el primer invierno en Crimea, las muertes en el Hospital del Cuartel de Koulali, en Turquía, donde las hermanas irlandesas prestaban entonces servicio, alcanzaron una media del cincuenta y dos por ciento; en el Hospital del Cuartel de Scutari, donde prestaban servicio las hermanas de Bermondsey, la tasa de mortalidad fue del cuarenta y dos por ciento (Bolster 134). Más tarde, ese mismo año, algunos de los dos grupos se trasladaron al otro lado del Mar Negro, a hospitales más cercanos al frente. Cuando las veintiún hermanas supervivientes regresaron a Irlanda e Inglaterra en la primavera y el verano de 1856, dejaron atrás las tumbas de las dos que habían muerto en Crimea, pero llevaron a casa recuerdos y experiencias que fortalecerían todas sus futuras visitaciones a las personas pobres enfermas y moribundas e informarían a todos los futuros hospitales de la Misericordia en los que estas mujeres prestarían servicio.

La única diferencia notable entre los dos grupos de Hermanas de la Misericordia que sirvieron en la guerra de Crimea es el carácter de su relación con Florence Nightingale, la Superintendente General de la Enfermería Femenina en los Hospitales Militares Británicos en Turquía y más tarde en Crimea. La relación entre la señorita Nightingale y Mary Francis Bridgeman y las hermanas irlandesas fue generalmente negativa, hasta el punto de que Florence Nightingale llegó a llamar, aunque en privado, a Francis Bridgeman «Rvda. Madre Ladrillera», y por su parte, Francis Bridgeman y las hermanas irlandesas, actuando según su entendimiento de las condiciones bajo las que habían venido a Crimea en primer lugar, renunciaron a sus puestos en el Hospital de Balaclava en febrero de 1856 y volvieron a casa, en lugar de aceptar su autoridad. La relación entre Florence Nightingale y las hermanas de Bermondsey fue, de principio a fin, mutuamente positiva, hasta el punto de que se convirtió en amiga de por vida de varias de ellas.8

Pero lo más importante de la experiencia de todas estas hermanas en la guerra de Crimea es el mero hecho de que se produjera: a saber, que veintitrés Hermanas de la Misericordia sin haber viajado antes fuera de Irlanda o Inglaterra, y sin formación formal en enfermería, y mucho menos en enfermería en una zona de guerra, se ofrecieran voluntarias con muy poca antelación (las hermanas de Bermondsey tuvieron dos días y medio para decidir y hacer las maletas) para emprender un peligroso camino de un mes al Cercano Oriente para socorrer a soldados desesperadamente enfermos y moribundos, sólo porque ellas y sus consejeras habían oído, a través de los informes del corresponsal del London Times en Constantinopla (a mediados de octubre de 1854), que había escasez no sólo de cirujanos y oficiales médicos, sino también de curanderos y enfermeras, y que las heridas, enfermedades y muertes de cientos y cientos de soldados estaban sin atender y sin aliviar. Al hablar de la visitación de enfermos, Catalina McAuley había instado a las hermanas a «prepararse rápidamente» para esta crucial obra de misericordia (Regla 3.4, Sullivan 298). Lo más conmovedor de la experiencia de estas Hermanas de la Misericordia en la guerra de Crimea no es su servicio en los hospitales militares, ampliamente elogiado, sino la espontaneidad olvidadiza y la entereza de corazón con que acudieron inmediatamente a la zona de guerra cuando se dieron cuenta de la desesperada necesidad.

El último evento que puede ilustrar la audaz fidelidad de las primeras Hermanas de la Misericordia a las personas pobres enfermas y moribundas es mucho más sencillo: La visita de Mary Clare Moore a dos familias pobres y enfermas de viruela en Londres, cuando volvía a casa después de otro trabajo. Este acontecimiento se recoge en la carta de Clare a Florence Nightingale, escrita el 13 de octubre de 1862, cuando Clare tenía cuarenta y ocho años. En la carta, Clare, que sufría frecuentemente de pleuresía agravada por sus experiencias en la guerra de Crimea, se disculpa con Florence por no haberle escrito antes para agradecerle las frutas y verduras que Florence enviaba regularmente al convento de Bermondsey: «nuestro buen obispo [Thomas Grant de Southwark] envió tantos papeles para copiar que no pude sacar ni un momento». Pero luego añade:

Esta mañana fui a la iglesia de San Jorge para llevar a casa mi escrito al obispo, pues quería su consejo sobre algunos asuntos de nuestro convento. La infancia se ha visto obligada a faltar a la escuela a causa de la viruela, la han padecido en directo y una ha muerto, una querida niña de seis años. Su hermana menor me saludó sacando de un horrible pedazo de trapo medio penique para la gente pobre, «¡por el alma de Katie!». No podría describir bien su propia miseria, pues el padre ha estado agonizando durante meses. Teníamos cinco chelines para darles – una pequeña fortuna –, pero no pude evitar sentir que fue la negación de sí misma y la fe de la querida niña lo que me llevó hasta allí, pues dudé en aumentar mi caminata, ya muy larga para mí.

Luego fuimos a ver a un pobre joven en la última fase de la enfermedad, su único hijo de dos años yacía a los pies de su cama con viruela de la peor clase, su pobre esposa haciendo sacos, o más bien incapaz de hacerlos a causa de la enfermedad del niño. Pobre hombre, era muy ignorante y desatento a la religión; ahora está lleno de alegría por haber recibido todos los sacramentos. Es un gran placer, aunque triste, dedicarse al servicio de la gente pobre.9

Estas dos tristes escenas, en las que las desgraciadas enfermedades y muertes de los pobres de Londres son acogidas con tanta naturalidad y simpatía, en el curso de un día ordinario, se repitieron miles de veces en las dos décadas que siguieron a la muerte de Catalina McAuley. En las cestas de mimbre que las primeras Hermanas de la Misericordia llevaban a las personas pobres enfermas no había curaciones, ni restauraciones milagrosas de la salud, sólo unos pocos chelines, algo de pan o carbón para el hogar. Sin embargo, estas mujeres trataban de llevar a las personas pobres mucho más que pequeñas ayudas prácticas, y mucho más que las habilidades de enfermería que habían adquirido. Querían llevar los únicos dones que realmente tenían para dar: esperanza y confianza en el consuelo de un Dios misericordioso.

III. El concepto que Catalina McAuley tiene de la visita cristiana a enfermos

Catalina estaba profundamente convencida de que el mayor sufrimiento de la gente pobre, especialmente en sus terribles enfermedades y muertes, era su falta de conocimiento religioso, su falta de sensibilizar sobre el tierno amor y la Misericordia de Dios. De todas las pobrezas inducidas en Irlanda por la larga Era Penal, la ignorancia religiosa de la misericordiosa fidelidad de Dios no era la menor, un subproducto de larga duración de la escolarización proscrita, de las misas prohibidas, de al menos un siglo de sacerdotes proscritos y, más tarde, de capillas diminutas y abarrotadas en callejones y campos de labranza. Estas privaciones tuvieron sus efectos negativos a largo plazo, no tanto en las líneas generales de la fe religiosa de los pobres como en su creencia personal de que eran realmente amados por Dios. Mientras yacían sobre sus pilas de paja en sus miserables casuchas, era demasiado fácil pensar que Dios estaba demasiado lejos para darse cuenta de su difícil situación o para preocuparse por sus sufridas familias.

Por tanto, el fin primordial de la visita a enfermos pobres, tal como Catalina la concebía y describía, era llevarles el alivio y la consolación de Dios: darles a conocer – con las palabras, la presencia, la oración y la ternura – que Dios, en Cristo, estaba realmente presente para ellos y en ellos, y que, aunque sufrieran penosamente, Dios actuaba realmente en ellos, sacando de su aflicción una alegría duradera. El principal objetivo de Catalina cuando se arrodillaba o se sentaba junto a la cama de las personas pobres enfermas y moribundas era alentar, por todos los medios humanos a su alcance, su esperanza y confianza en estas realidades cristianas.

No es que se viera a sí misma como una emisaria privilegiada de Dios. Más bien veía a las personas pobres que sufrían como la presencia viva de su Dios afligido. En su Regla para las Hermanas de la Misericordia cita tres veces Mateo 25, 40: «Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí». En el primer párrafo del capítulo «De la visita a los enfermos», escribe:

La misericordia, camino principal señalado por Jesucristo a quienes desean seguirle, ha impulsado en todas las épocas de la Iglesia a sus fieles de modo particular a instruir y consolar a los pobres enfermos y moribundos, pues en ellos consideraban la persona de nuestro divino Maestro, que ha dicho: «Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí». (Regla 3.1, énfasis añadido)

Más adelante en este capítulo, ella escribe:

A quienes Jesucristo ha permitido que le asistan en las Personas de sus Pobres sufrientes, animen sus corazones con gratitud y amor y, poniendo toda su confianza en Él, tengan siempre presente su incansable paciencia y humildad, esforzándose por imitarle cada día más perfectamente en la abnegación, la paciencia y la entera resignación. Así obtendrán la corona de gloria y el gran título de Hijos del Altísimo, prometido con toda seguridad a quienes tienen misericordia. (Regla 3.3, cursiva añadida)

Y en el párrafo seis ella escribe:

Saldrán siempre dos hermanas juntas. Se observará la mayor cautela y seriedad al pasar por las calles, caminando ni a paso lento ni apresurado, manteniéndose cerca, sin inclinarse, conservando el recogimiento de la mente y avanzando como si esperasen encontrarse con su Divino Redentor en cada pobre morada, ya que Él ha dicho: «Donde estén dos o tres en mi nombre allí estaré yo». (Regla 3.6)10

Además de la discreción con que Catalina introduce aquí la actividad fuera del claustro en la Regla y en la vida cotidiana de las religiosas – una práctica no muy común en la Iglesia de su tiempo –, la solemnidad del párrafo sexto se explica principalmente por su visión del impresionante final del camino: el encuentro con su Redentor «en cada pobre morada». Para Catalina, la visitación a enfermos era una comunión intensa y reverente con Jesucristo, quien, según ella, «testimoniaba en todas las ocasiones un tierno amor por la gente pobre y declaraba que consideraría como hecho a sí mismo todo lo que se les hiciera» (Regla 1.2). De ahí que ella creyera que las Hermanas de la Misericordia debían acercarse a este encuentro privilegiado «conservando el recogimiento de espíritu» (Regla 3.6).

Incluso durante sus primeros días con los Callaghan en Coolock House, Catalina tenía en mente principalmente las necesidades espirituales de las personas pobres. El Manuscrito Limerick dice de ella durante este período:

Su caridad no se limitaba solo al alivio de sus necesidades temporales; ella se compadecía de su ignorancia espiritual y de su indigencia… Su solicitud por los intereses de la gente pobre pronto atrajo a su alrededor a personas que esperaban obtener de ella consejo, alivio y consuelo. Cualquiera que necesitara alivio, mitigar una aflicción o hacer frente a un problema acudía a ella en busca de consuelo, y ella se lo proporcionaba en la medida de sus posibilidades; su celo la convirtió en una especie de misionera en el pequeño distrito que la rodeaba (Sullivan 144).

Probablemente en esa época, pero sin duda después de que se abriera Baggot Street, Catalina comenzó la práctica de transcribir oraciones que sirvieran de consuelo a las personas pobres enfermas. El Manuscrito Limerick cuenta cómo, después de que se trasladara permanentemente a Baggot Street en 1829, ella aprovechaba las primeras horas de la mañana para transcribir:

Las hermanas, como ahora se llamaban a sí mismas…, se levantaban temprano y tenían ejercicios devotos regulares de oración y lectura espiritual. Aunque éstos eran de considerable duración, no bastaban para la devoción de la señorita McAuley, quien, además de las meditaciones privadas, solía levantarse más temprano que las demás con una o dos de las hermanas para rezar todo su Salterio favorito y leer algún libro espiritual. Una de estas hermanas se había ofrecido voluntaria para llamar, y ocurría con frecuencia que, equivocándose de hora en las mañanas de invierno, solía llamar a las tres en lugar de a las cuatro y media, hora a la que se habían propuesto levantarse. En estas ocasiones la señorita McAuley llenaba el tiempo intermedio seleccionando y transcribiendo ciertos pasajes de libros piadosos que podían ser útiles para la instrucción y consuelo de aquellas personas pobres y enfermas. Ella hizo una buena colección de ellos cuando un día, mientras buscaba algún documento en su escritorio, cerca del cual había una vela encendida, su manuscrito se incendió, lo que ella no percibió hasta que fue demasiado tarde para salvarlo. (Sullivan 161-62)

Aunque este manuscrito fue destruido, no ocurrió lo mismo con otros similares. Se conservan copias manuscritas de las Oraciones para enfermos y moribundos en los archivos de muchas de las primeras comunidades de Hermanas de la Misericordia en Irlanda e Inglaterra. Aunque ninguna de las copias que he visto parece ser de puño y letra de Catalina, la práctica de transcribir colecciones de oraciones para leer junto a la cama de enfermos y moribundos pobres comenzó sin duda bajo su dirección. Las Crónicas de Bermondsey afirman que, incluso cuando Catalina vivía en Coolock. «era su principal pasatiempo copiar oraciones y libros piadosos» (Sullivan 100).

En los archivos de Dublín de las Hermanas de la Misericordia hay al menos dos colecciones de oraciones para rezar durante la visitación a enfermos. Una de ellas, simplemente etiquetada como «Oraciones, etc.», puede haber estado destinada a ser utilizada junto a la cama de las hermanas enfermas y moribundas; la otra, etiquetada como «Devociones para la visitación de enfermos», estaba claramente destinada a ser utilizada junto a la cama de las personas pobres enfermas y moribundas. En ambas colecciones hay oraciones «cuando aún se espera la recuperación», actos de resignación, oraciones «cuando no se espera la recuperación» y oraciones «por una muerte feliz». Probablemente, estas oraciones no se compusieron de la nada, sino que se transcribieron de libros de oraciones publicados. Numerosas oraciones por los enfermos aparecen en los libros de oraciones que se sabe que utilizaban Catalina y la comunidad de Baggot Street: por ejemplo, Guía completa de piedad católica de William A. Gahan y Devociones al Sagrado Corazón de Jesús de Joseph Joy Dean. Aunque las colecciones de oraciones de los archivos de Dublín no parecen proceder de ninguno de estos libros publicados, es posible que procedan de libros de oraciones comparables disponibles en la época de Catalina. El espíritu de todas las oraciones de las colecciones existentes es el de una valoración realista de la vida humana y una humilde confianza en la compasión de un Dios misericordioso. Por ejemplo, la «Oración, cuando aún se espera la recuperación» está dirigida a Jesucristo, y comienza así:

A tu infinita bondad, oh, Jesús, encomendamos a esta tu sierva a quien has tenido a bien visitar con esta enfermedad. y te suplicamos que la tomes bajo tu cuidado, seas tú mismo su médico, y bendigas los remedios que se emplearán, para que así sean conducentes al restablecimiento de su salud. La compasión que siempre has manifestado hacia las personas enfermas nos alienta a esperar que la fortalecerás y la confortarás en sus sufrimientos. Permítele, te lo suplicamos, llevar con espíritu cristiano, humildad y paciencia cualquier parte de la cruz que le hayas asignado.

Santifica su enfermedad y, si es agradable a tu santa voluntad y beneficioso para sus intereses eternos, devuélvele la salud. Ayúdala, dirígela, Señor, que eres justo y misericordioso. Confiamos en que tendrás misericordia de esta sierva tuya por los méritos de tus sufrimientos y de tu muerte. Amén, Jesús.

La existencia de estas oraciones manuscritas ilustra lo que Catalina tenía en mente cuando, en el capítulo de la Regla sobre la «visitación de enfermos», escribió: «Una de las hermanas debe ser capaz de leer con mucha claridad y tener suficiente juicio para seleccionar lo que es más adecuado para cada caso. Ella debe hablar de una manera fácil, suave e impresionante para no avergonzar o fatigar al pobre paciente» (Regla 3.7).

Catalina se dio cuenta de que las necesidades físicas de las personas enfermas y moribundas tienen una prioridad natural, al menos cronológica. Por eso ella aconsejaba que:

Debe emplearse una gran ternura y cuando no se espere la muerte de inmediato, será bueno aliviar primero la angustia y esforzarse por todos los medios posibles para promover la limpieza, la facilidad y la comodidad del Paciente, ya que siempre nos sentimos más disponibles para recibir consejo e instrucción de quienes nos demuestran compasión. (Regla 3.8)

Pero ella también creía que «las hermanas [que visitan a enfermos pobres] tendrán siempre muy presente el bien spiritual» (Regla 3.9). De acuerdo con la teología de su tiempo, el párrafo noveno del capítulo sobre la visitación de enfermos habla de «los terribles juicios de Dios hacia pecadores impenitentes» y afirma que «si no buscamos su perdón y misericordia de la manera que Él ha establecido, seremos miserables por toda la Eternidad» (Regla 3.9). En el lenguaje más bien áspero de la teología sacramental contemporánea, Catalina está aquí simplemente afirmando que el objetivo principal de la visitación es ayudar al paciente a realizar su única alegría segura: una relación correcta con Dios; por lo tanto, ella insta a las hermanas que visitan a enfermos a «orar con voz audible y de la manera más enfática, para que Dios mire con piedad a sus pobres criaturas y las lleve al arrepentimiento», porque como ella dice, «si nuestros corazones no se ven afectados en vano debemos esperar afectar los suyos». Además, las hermanas no deben dudar en «interrogar [a pacientes] sobre los principales misterios de nuestra Santa Fe, y si es necesario instruirles» (Regla 3.9).

En el penúltimo párrafo de este capítulo de la Regla, Catalina trata de la muerte de los enfermos pobres. Ella dice:

Cuando el restablecimiento es irremediable, debe hacerse saber con gran cautela y, si el tiempo lo permite, gradualmente, asegurándoles la paz y el gozo que sentirán cuando estén enteramente resignadas a la voluntad de Dios, induciéndolas a orar, para que Él tome todo lo que les concierne bajo su divino cuidado y disponga de ellas como le plazca. Que las hermanas, si es posible, prometan atención a cualquier objeto que ocupe su dolorosa y ansiosa solicitud, a fin de que la mente se mantenga serena para pensar sólo en Dios. (Regla 3.10)

Entre las varias alteraciones hechas en el texto de Catalina de la Regla cuando fue aprobada en Roma, la última frase de este párrafo fue omitida y dos frases largas y cautelosas fueron sustituidas, en el sentido de que cuando las hermanas visitan a las personas agonizantes ya no son libres, en el lenguaje simple de Catalina, de «prometer atención a cualquier objeto que comprometa la ansiosa solicitud [del paciente]», sino, ahora, incluso en circunstancias calamitosas: «Si la conversación versa sobre la enajenación de bienes por testamento, eviten hábilmente las hermanas tomar parte en ella… Cuando se hable de nuevo de procurar socorro a la indigencia de la familia del enfermo, prometan, en cuanto de ellas dependa, ocuparse de ello, en la forma que su estado lo permita…» (Sullivan 279). Resulta difícil imaginar a un Vicente de Paúl, a una Catalina de Génova o a una Catalina McAuley escribiendo tales frases para cubrir los últimos momentos de un pobre hombre o mujer que yace sobre paja en su casucha, con su familia llorando en las sombras.

Evidentemente, Catalina se guiaba profundamente por el ejemplo de los santos y las santas. Según la carta de Clare Moore del 1° de septiembre de 1844, al menos a partir de junio de 1829, la comunidad de Baggot Street escuchaba cada día una lectura de la vida de santos y santas: «Desayuno 8 u 8 y 1/4, e inmediatamente después en el Refectorio, la Rvda. Madre lee el santo del día» (Sullivan 90). Es razonable suponer que estas lecturas procedían de las Vidas de los santos de Alban Butler, la recopilación ampliamente difundida que se publicó por primera vez en 1756-59. Entre los muchos cambios significativos que Catalina hizo a la Regla de las Hermanas de la Presentación cuando la revisó para las Hermanas de la Misericordia, estaba la adición de tres nombres a la lista de «Santas y santo a quienes se recomienda que las Hermanas de este Instituto Religioso tengan particular devoción»: Catalina de Génova, Catalina de Siena y Juan de Dios (16.4). Estas adiciones particulares demuestran la importancia decisiva que Catalina concedía al cuidado misericordioso de las personas enfermas.12 Los demás santos que menciona en la Regla le sirvieron igualmente de inspiración. En el capítulo sobre la «visitación de enfermos», ella enumera a nueve santas/os que «consagraron su vida a esta obra de Misericordia»: Vicente de Paúl, Camilo de Lellis, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Luis Gonzaga y Angela Merici, así como Juan de Dios, Catalina de Siena y Catalina de Génova.

IV. Algunas implicaciones de la práctica de Catalina para el cuidado de enfermos en la actualidad

En su ensayo sobre «La Iglesia de los santos», Karl Rahner dice:

La naturaleza de la santidad cristiana aparece a partir de la vida de Cristo y de sus Santos; y lo que allí aparece no puede traducirse absolutamente en una teoría general, sino que debe experimentarse en el encuentro con lo histórico que tiene lugar de un caso individual a otro. La historia de la santidad cristiana (de lo que, en otras palabras, es asunto de cada cristiano…) es en su totalidad una historia única y no el eterno retorno de lo mismo. De ahí que esta historia tenga sus fases siempre nuevas, únicas; de ahí que deba ser descubierta siempre de nuevo (aunque siempre en la imitación de Cristo, que sigue siendo el modelo inagotable), y esto por todos los cristianos. He aquí la tarea especial que los santos canonizados deben cumplir para la Iglesia. Son iniciadores y modelos creativos de la santidad que resulta adecuada y es tarea de su época. Crean un nuevo estilo; muestran de forma experimental que se puede ser cristiano incluso de «esta» manera; hacen que ese tipo de persona sea creíble como tipo cristiano. Por tanto, su significado no comienza sólo después de su muerte. Su muerte es más bien el sello puesto a su tarea de ser modelos creativos, una tarea que tuvieron en la Iglesia durante su vida y su-pervivencia significa que el ejemplo que han dado permanece en la Iglesia como una forma permanente… Pues la historia de lo espiritual significa precisamente que algo se hace real para permanecer, no para desaparecer de nuevo. (Investigaciones teológicas 3,91-104)

¿Cómo permanecerá viva la «forma permanente» del valiente cuidado de Catalina McAuley de las personas enfermas y moribundas en el momento histórico actual, especialmente entre las Hermanas de la Misericordia, sus asociadas/os y quienes la admiran? ¿Cuáles son las implicaciones de la práctica de Catalina para nuestro cuidado de enfermos hoy? Concluyo este ensayo con unas breves reflexiones sobre esta cuestión.

En sus «Memorias de la Fundadora», Clare Augustine Moore, cuya hermana Mary Clare Moore fue una de las primeras colaboradoras de Catalina, recuerda la primavera de 1832 en Baggot Street:

Tres fueron atacadas por un virulento escorbuto y todas las demás enfermaron. Esto ocurrió poco después de la muerte de Hermana M. Elizabeth, el lunes de Pascua.13 La Rvda. Madre, que a pesar de su amor por las austeridades fue siempre muy amable con las personas enfermas, hizo todo lo que pudo para restablecerles. El Cirujano General, el difunto Sir P[hilip] Crampton, fue llamado, olvido a cuál de ellos; [y] él, que siempre tuvo menos fe en la medicina que en la administración, indagó sobre su alimentación y ocupaciones, y de inmediato declaró que una amelioración [sic] de la dieta sería la mejor cura, y especialmente ordenó cerveza. Intentó convencerla de lo realmente insano de la visitación, pero ella nunca pudo entenderlo, y siempre mantuvo que el aire fresco debía ser bueno, olvidando que debía ser tomado por nosotras principalmente en Townsend Street y Bull Alley.14 (Sullivan 206-7)

La pregunta para Catalina McAuley y para quienes la siguen se reduce realmente a esto: ¿Hasta qué punto planeamos evitar el escorbuto virulento y el tifus, o sus equivalentes modernos? Si nuestra respuesta a esta pregunta no es un rechazo completo e incondicional de todo daño e inconveniente para nosotras mismas, entonces ¿dónde están las Townsend Streets, los Bull Alleys, los Depots, las casuchas, los hospitales de fiebre de nuestros días? ¿Quién sufre y muere allí, y cómo y por qué acudiremos a sus cabeceras como hizo Catalina? ¿Y qué actitudes hacia nuestras propias vidas personales y comunitarias y qué añadidos a nuestros estilos de vida tendremos que abandonar en el camino? ¿Hasta dónde querremos distanciarnos de quienes están desesperadamente enfermos y moribundos? ¿Con qué teorías justificaremos dejar el cuidado de enfermos pobres a quienes, entre nosotras, prestan servicio en hospitales? Como Hermanas de la Misericordia, en particular, ¿cómo dividiremos nuestro voto común de servicio a «pobres, enfermos y carentes de educación» en tres listas separadas de ministerios? ¿Y cómo nos eximiremos del compromiso personal con todo el voto y nos conformaremos con sólo una parte de él?

Estas son preguntas personales y comunitarias muy, muy difíciles, especialmente para las Hermanas de la Misericordia, pero lo son. Creo que son preguntas que Catalina podría hacerse, especialmente en vista de la pobreza, las enfermedades, las muertes y las epidemias que ahora nos miran inequívocamente a la cara, en EUA y en el mundo en general. No serían preguntas tan difíciles si no nos hubiéramos domesticado hasta cierto punto – por la Iglesia, por nuestro propio modo de funcionar, por nuestros puestos de trabajo y salarios, por nuestras necesidades «financieras» percibidas -; y burocratizado por nuestros gobiernos cívicos, por nuestra cultura, por nuestra propia gestión interna y por nuestros conceptos de ministerio y vocación. ¿Es posible que hayamos perdido parte de nuestra agilidad, de nuestra libertad, de nuestra disposición a responder a necesidades desesperadas? ¿Es posible que nosotras, que nos hemos comprometido a aliviar la miseria y a abordar sus causas (Constituciones 3), nos hayamos centrado tanto en el cambio sistémico que aborda las causas del sufrimiento que nos hayamos distraído un poco de aliviar las miserias una a una? ¿Hemos perdido en parte la convicción de que también merece la pena que dediquemos nuestro tiempo a aliviar la miseria de una sola persona pobre y desesperadamente enferma, de una sola familia pobre y enferma?

Si mañana estalla una epidemia de cólera, ¿quién irá al Depot? Sí, los hospitales modernos se encargarán de ello, pero ¿qué pasa con la epidemia de drogadicción y violencia relacionada con las drogas en nuestras ciudades? ¿Quién irá allí con poca antelación? ¿Quién pasará allí la noche? ¿Quién puede? ¿Cuántas Hermanas de la Misericordia de Estados Unidos visitarán esta semana los pabellones para pobres de los hospitales del condado, o los pabellones para enfermos de SIDA? Si la familia de una pobre moribunda llama esta noche a uno de nuestros conventos, ¿quién irá a verla? ¿Sabrá siquiera la familia que puede enviar a buscarnos? ¿Y qué haremos cuando visitemos a enfermos? ¿Hablaremos del amor misericordioso de Dios, o nos habremos vuelto tímidas a la hora de hablar de Dios? ¿Hablaremos de la confianza en la presencia de Dios y de la resurrección que surge de la muerte humana, o rehuiremos esta desesperada necesidad espiritual de las personas gravemente enfermas y moribundas? ¿Cuándo perderemos el sueño o el peso por haber estado consolando a enfermos desesperados? ¿Cuándo morirá la próxima Hermana de la Misericordia por cuidar a enfermos?

Planteo estas preguntas, humildemente y con compasión, no porque crea que mi propia vida responde a ellas ni siquiera mínimamente, ni porque piense que admiten respuestas fáciles, sino porque son las preguntas que me atormentan cada vez que reflexiono profundamente sobre estos aspectos de la vida de Catalina McAuley. No creo que nuestras vidas puedan ser una imagen de la suya, como tampoco las dolencias y desesperaciones del siglo XXI son una imagen de las dolencias y desesperaciones del siglo XIX en Irlanda. Pero hay algo permanente en el tierno cuidado personal de Catalina a enfermos y moribundos: un verdadero instinto y virtud evangélicos que son una llamada permanentemente válida para nosotras; una llamada de Dios a nosotras, precisamente como Hermanas de la Misericordia; una llamada que no queda obsoleta por el uso de un lenguaje de finales del siglo XX sobre la autoprotección o la autorrealización.

Notas

1. Las otras dos obras de misericordia, mencionadas en todas las fuentes primeras de la Misericordia, eran la instrucción de las niñas pobres y la acogida y formación de las jóvenes sin techo y de las sirvientas.

2. A la hora de señalar estos avances médicos y de dialogar sobre las enfermedades en otras partes de este ensayo, dependo de la información contenida en las siguientes fuentes: Frederick F. Cartwright, Disease and History (Nueva York: Thomas Y. Crowell, 1972); The Encyclopedia Americana; The Encyclopedia Britannica; The Oxford Companion to Medicine, 2 vols., ed., John Walton, Paul B. Beeson, y Ronald Bodley Scott (Nueva York: Oxford University Press). John Walton, Paul B. Beeson y Ronald Bodley Scott (Nueva York: Oxford University Press, 1986); y John H. Talbott, A Biographical History of Medicine (Nueva York: Grone and Stratton, 1970).

3. Los primeros hospitales propiedad de las Hermanas de la Misericordia y gestionados por ellas en Irlanda fueron el Hospital de la Misericordia de Cork, inaugurado en 1857, y el Hospital Mater Misericordiae, abierto en Dublín en 1861. En 1854, las Hermanas de la Misericordia de Baggot Street se hicieron cargo de la gestión de Charitable Infirmary de Jervis Street, en Dublín.

4. Anna Maria Doyle, Catherine Byrn y Frances Warde.

5. Es de suponer que Mary Ann Redmond abandonó Baggot Street antes del 8 de septiembre de 1830, día en que Catalina se dirigió al convento de la Presentación, en George’s Hill, para comenzar el noviciado requerido antes de fundar las Hermanas de la Misericordia.

6. Mary Clare Moore era hermana de Mary Clare Augustine Moore. Mary Clare ingresó en la comunidad de Baggot Street en 1830; Mary Clare Augustine, en 1837. No tenían parentesco con Mary Elizabeth Moore, que ingresó en la comunidad en 1832, y a la que se hace referencia más adelante en este ensayo.

7. R. Ernest Dupuy y Trevor N. Dupuy, The Harper Encyclopedia of Military History (Nueva York: Harper Collins, 1993), 907.

8. En su volumen sobre la guerra de Crimea, Mary Angela Bolster, RSM, ha documentado bien, a través de sus cartas y diarios, la perspectiva de las hermanas irlandesas; la correspondencia y las crónicas de los archivos de Bermondsey de las Hermanas de la Misericordia documentan la perspectiva de las hermanas de Bermondsey; y los propios papeles y correspondencia de Florence Nightingale documentan su perspectiva de cada grupo. No es posible aquí abordar más a fondo esta cuestión, ni discutir otra documentación clerical y gubernamental relacionada con ella, ni analizar las causas de estas experiencias contrapuestas.

9. Mary Clare Moore a Florence Nightingale, 13 de octubre de 1862 (Greater London Record Office HI/ ST/NC2-V26/62). He modernizado algunos signos de puntuación.

10. El texto completo del manuscrito de Catalina McAuley de la Regla se encuentra en Sullivan, Catalina McAuley y la tradición de la Misericordia, 294-328. He presentado aquí la redacción original de Catalina, sin la inserción de Daniel Murray (después de «pace»): «sin detenerse a conversar, ni saludar a quienes encuentran». También he sustituido «o tres» por «etc. etc.» de Catalina en su cita de Mateo 18, 20.

11. Estos archivos y manuscritos se encuentran en el Centro Internacional de la Misericordia, Baggot Street, Dublín.

12. He dialogado brevemente sobre el significado de la práctica de estos tres santos para la propia formación espiritual de Catalina en «Lectura y oraciones espirituales de Catalina McAuley», Irish Theological Quarterly 57 (1991) 2: 124-146.

13. Mary Elizabeth Harley murió realmente el miércoles de Pascua, el 25 de abril de 1832.

14. Bull Alley, que abarcaba varias calles, era uno de los peores barrios marginales del Dublín de principios del siglo XIX, al igual que los alrededores de Townsend Street.

Obras citadas

1. Bolster, Evelyn [Mary Angela]. Las Hermanas de la Misericordia en la Guerra de Crimea. Cork: Mercier Press, 1964.

2. [Carroll, Mary Austin]. Hojas de las Crónicas de las Hermanas de la Misericordia. Vol. 2. Nueva York: Catholic Publication Society, 1883.

3. [Carroll, Mary Austin]. Vida de Catalina McAuley. Nueva York: D. & J. Sadlier, 1866.

4. Courtney, Marie-Therese. «El cólera asola Limerick». Hermanas de la Misericordia en Limerick. n.p.: n.p., 1988. 38-42.

5. [Harnett, Mary Vincent]. La vida de Rvda. Madre Catalina McAuley. Ed. Richard Baptist O’Brien. Dublín: John Fowler, 1864.

6. McAuley, Catalina. La cartas de Catalina McAuley, 1827-1841. Ed. Mary Ignatia Neumann. Baltimore: Helicon, 1969.

7. Meagher, William. Comentarios sobre la vida y el carácter de Su Gracia Reverendísima Daniel Murray. Dublín: Gerald Bellew, 1853.

8. Ó Tauthaigh, Gearoid. Irlanda antes de la hambruna, 1798-1848. Dublín: Gill and Macmillan, 1990.

9. Rahner, Karl. «La Iglesia de los santos». Investigaciones teológicas. Vol. 3. Trans. Karl-H. Kruger. Londres: Darton, Longman, & Todd, 1967. 91-104.

10. Rahner, Karl. «Parresía». Investigaciones teológicas. Vol. 7. Trans. David Bourke. Londres: Darton, Longman & Todd, 1971. 260-67.

11. Scanlan, Pauline. La monja enfermera: Un estudio sobre enfermería en Irlanda… 1718-J98J. Nure, Manorhamil-ton, Co. Leitrim: Drumlin Publications, 1991.

12. Sullivan, Mary C. Catalina McAuley y la tradición de la Misericordia. Notre Dame, Indiana: Universidad de Notre Dame Press, 1995. Este volumen contiene los textos de todos los primeros manuscritos biográficos mencionados en este ensayo.

13. Walton, John, Paul B. Beeson y Ronald Bodley Scott, eds. El compañero de medicina de Oxford. 2 Vols. New York: Oxford University Press, 1986.

Publicado originalmente en inglés en The MAST Journal Volumen 6 Número 2 (1996). 

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About the Author

  • Mary C. Sullivan, RSM, fue una escritora prolífica sobre la vida y la misión de Catherine McAuley. Ella compartió la historia de la Misericordia con miles de personas a través de su enseñanza, libros, seminarios y retiros en todo el mundo. Sus libros incluyen The Correspondence of Catherine McAuley (La correspondencia de Catherine McAuley), 1818-1841 (2004), Catherine McAuley and the Tradition of Mercy (Catherine McAuley y la tradición de la misericordia)(1995) y The Path of Mercy: The life of Catherine McAuley (El camino de la misericordia: La vida de Catherine McAuley) (2012). También publicó numerosos artículos académicos y editó varios libros. Tiene una maestría en teología sistemática y una maestría y doctorado en inglés. Ella era una mujer profundamente espiritual y erudita religiosa e inspiró a muchos a vivir misericordiosamente.

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