En este ensayo deseo explorar los conceptos de Catalina McAuley de consolar y animar, con los que creo que definió tanto su propia y única contribución a la fundación de las Hermanas de la Misericordia, como dos obras esenciales de quienes personalmente impulsarían la refundación de la misión de las Hermanas de la Misericordia en este siglo y en el siguiente. «Consolar» y «animar» figuran entre las palabras más utilizadas en el vocabulario personal de Catalina. Son verbos extrovertidos, vigorizantes y vivificadores, que representan para ella tanto la acción misericordiosa de Dios respecto a nuestra persona, como dos aspectos de la respuesta misericordiosa que Dios nos pide en Cristo Jesús.
La atracción característica de Catalina por estos verbos (y sus formas sustantivas y adjetivadas) es una pista lingüística importante de su definición operativa de una actitud de misericordia, y de la sencillez de su autocomprensión como «fundadora».1 Estas palabras, que ella utiliza con tanta frecuencia, no sólo dan una idea de su cristología, pneumatología y eclesiología implícitas, sino que también definen los esfuerzos centrales de lo que ella consideraría el proyecto evangélico fundamental de las Hermanas de la Misericordia.
Consolar a las personas afligidas:
En su carta del 28 de agosto de 1844, Clare Moore, una de las primeras asociadas de Catalina, relata la conmovedora historia de Catalina y Mary Ann Redmond:
En julio [de 1830], antes de que Rvda. Madre fuera a George’s Hill, fue enviada por Dr. [Michael] Blake para atender a una joven con una hinchazón blanca en la rodilla. Su padre y su madre habían muerto, y no tenía a nadie con ella, salvo una joven prima inexperta y una enfermera rural de avanzada edad. Se llamaba Mary Ann Redmond y era de Waterford o Cork. Los primeros médicos que la atendieron juzgaron necesario amputarle la extremidad. Dr. Blake le pidió a Rvda. Madre que le permitiera estar en Baggot St. para la operación, ya que estaba tan sola y sin amistades. La caridad de Rvda. Madre consintió de inmediato, fue alojada en la gran habitación que ahora está dividida en Noviciado y Enfermería. Madre Mary Ann [Doyle] y Hermana Mary Angela [Dunne] estuvieron presentes en la operación; sus gritos eran espantosos, la atendimos noche y día, durante más de un mes, al cabo del cual fue trasladada un poco apartada, al campo.
De este evento las Crónicas de Bermondsey dicen: «Señorita McAuley le ofreció un hogar en Baggot Street para poder asistirla y consolarla bajo esta terrible operación, la cual se realizó allí, aunque sin ningún resultado benéfico. Durante el mes que la joven estuvo en el convento, la vigiló día y noche con la solicitud de una madre…»2
Esta breve narración de Catalina McAuley consolando a Mary Ann Redmond, velando por ella día y noche con la solicitud de una madre, es una muestra reveladora del carácter de Catalina: una historia luminosa a través de la cual se puede entrar en otras historias de la narración más amplia de su vida y comenzar a sondear la calidad precisa de su Misericordia. Porque la vida de Catalina fue, en gran medida, lo que ella entendía que debía ser toda narración cristiana de la vida: una representación, en un nuevo tiempo y lugar, de la historia continua de la propia donación consoladora de Dios en la historia humana, en, con y para las personas empobrecidas y sufrientes.
«Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (Mat 25, 40)
Si se estudia la vida de Catalina y se reflexiona atentamente sobre sus palabras escritas y sobre las memorias de sus primeras asociadas, no es difícil encontrar la historia arquetípica de la Misericordia de Dios a la luz de la cual Catalina leyó y configuró su propia vida. Esa historia es el ejemplo de Jesús de Nazaret y la invitación a seguirle que hace explícita en su autoidentificación con las personas empobrecidas: «Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (Mt 25, 40). En las palabras más serias y deliberadas que Catalina ha escrito – las secciones de la Regla de las Hermanas de la Misericordia que ella misma compuso – ella expresó repetidamente esta convicción fundamental de su vida:
Al emprender el arduo, pero muy meritorio deber de instruir a los Pobres, las hermanas a quienes Dios ha tenido a bien llamar a este estado… animarán su celo y fervor con el ejemplo de… Jesucristo, que dio testimonio en todas las ocasiones de un tierno amor a sus pobres y declaró que consideraría hecho a sí mismo todo lo que se les hiciera. (1.2)3
Instó a sus hermanas a recordar esto:
La Misericordia, camino principal señalado por Jesucristo a quienes desean seguirle, en todas las épocas de la Iglesia ha impulsado a fieles de modo particular a instruir y consolar a enfermos y moribundos pobres, tal como en ellos consideraban a la persona de nuestro Divino Maestro que ha dicho: «Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí». (3.1)
Así entendía Catalina McAuley la esencia de la Misericordia cristiana: profunda semejanza interior y exterior con Jesucristo y solidaridad misericordiosa con Él en la persona de sus pobres y necesitados, en sus moradas y en la suya propia. Las habitaciones de su casa, sus mesas y sillas, sus camas y su comida, su cuerpo y su espíritu, sus brazos y sus piernas, su salud y su enfermedad eran para «el cuidado de sus carísimos pobres» (388).4 Y fue este tipo de entrega ardiente lo que buscó en las primeras Hermanas de la Misericordia.
Catalina parece haberse puesto en el lugar de quienes sufren y haber sentido su sufrimiento como propio.
El Amplio Manuscrito de Derry, en su forma actual, comienza con la afirmación de que, incluso antes de la muerte de William Callaghan, Catalina:
se deleitaba proyectando medios para ofrecer refugio a mujeres jóvenes desprotegidas. Entonces no tenía expectativas de la gran fortuna que más tarde fue suya, pero su benefactor había hablado una vez de dejarle mil libras, y ella pensó que, si tenía eso, o incluso unos pocos cientos, alquilaría un par de habitaciones y trabajaría para y con sus protegidas. La idea la perseguía en sueños. Noche tras noche se veía a sí misma en un lugar muy grande, donde un gran número de mujeres jóvenes trabajaban como lavanderas o en labores sencillas, mientras que ella misma estaba rodeada de una multitud de menores harapientos a quienes lavaba y vestía muy afanosamente. Por lo tanto, se planeó que las instalaciones [en Baggot Street] contuvieran dormitorios para mujeres jóvenes que, por falta de protección adecuada, pudieran estar expuestas al peligro, una escuela femenina para pobres, y apartamentos para señoras que pudieran elegir, por un tiempo definido o indefinido, dedicarse al servicio de los pobres.
La casa de Baggot Street se convirtió, de diversas maneras prácticas y misericordiosas, en un lugar de refugio, protección, formación y consuelo para docenas de mujeres jóvenes e infantes en situación de orfandad, sin hogar y angustia. Según la carta de Clare Moore del 26 de agosto de 1845: «la pequeña Mary Quinn [una huérfana] solía sentarse [a la mesa] entre Rvda. Madre y Madre Francis Warde». Durante la epidemia de cólera de 1832, al menos un bebé fue llevado a casa en el chal de Catalina. De nuevo, es Clare Moore quien cuenta la historia de cómo cuidaban a las personas enfermas y moribundas víctimas del cólera:
Fuimos temprano por la mañana, cuatro hermanas, que fueron relevadas por otras cuatro en dos o tres horas, y así hasta las 8 de la tarde. La Rvda. Madre iba mucho. Solía ir en el coche de Kirwan, y una vez que una pobre mujer había sido recluida recientemente o en ese momento y murió justo después de cólera, la querida Rvda. Madre tuvo tanta compasión del bebé que lo llevó a casa bajo su chal y lo puso a dormir en una camita en su propia celda, pero como pueden adivinar la cosita lloró toda la noche, la Rvda. Madre no pudo descansar, así que al día siguiente se lo dieron a alguien para que lo cuidara.
Parece que Catalina se puso en el lugar de quienes sufren y sintió su sufrimiento como propio. En noviembre de 1840 escribió apenada a Catherine Meagher en Naas sobre el desempleo generalizado en Dublín y su incapacidad para alojar a una joven enviada a Baggot Street en busca de refugio:
Lamento muchísimo que sea imposible recibir a esa joven persona. Estamos siempre tan colmadas [50-60 en la Casa de Misericordia] en esta temporada, tantos yéndose de Dublín, despidiendo personal de servicio y tan pocos tomándolo. Todos los días recibimos pedidos lamentosos de criaturas jóvenes e interesantes, pasteleras y modistas que, en esta temporada, no pueden encontrar empleo y están totalmente desprotegidas.
Estoy segura de que hablé con dos de ellas ayer, quienes estaban hambrientas, aunque tenían muy buen aspecto. He tenido sus rostros abatidos ante mí desde entonces. Temí herir sus sentimientos si les ofrecía comida y no tenía dinero (255-6).
Para nombrar con mayor precisión la obra de Misericordia de Catalina McAuley es útil estudiar su vocabulario característico, las palabras que utilizó repetidamente para expresar sus propósitos, valores y deseos. Las elecciones editoriales que hizo al transcribir y componer la Regla y las Constituciones de las Hermanas de la Misericordia son una fuente especialmente fructífera para tal conocimiento, como lo son las palabras clave en sus cartas y otros escritos. Por otra parte, como su vocabulario personal influyó indirectamente en la redacción de los primeros testimonios de su vida, las palabras concretas que sus compañeras usaron repetidamente al recordarla también ofrecen una visión clara de la misericordia de Catalina.
De especial importancia para identificar la Misericordia que era central en su carácter y comportamiento es su uso repetido y en cierto modo intercambiable de las palabras «animar» y «consolar». En las cartas que escribió a sus hermanas a partir de 1837, después de la primera fundación fuera de Dublín, utilizó con frecuencia estas palabras para referirse al consuelo que ella misma sentía o deseaba, al consuelo que quería dar a los demás y, especialmente, al consuelo que Dios da. «Consuelo» es, creo, la forma distintiva de Catalina de nombrar tanto el efecto del trabajo y las relaciones activamente misericordiosas, como la profunda misericordia de Dios que ella creía que inspira y hace posible todo consuelo humano genuino.5
Por ejemplo, en sus cartas Catalina dice que podía hablar con James Maher (Carlow) «con toda la confianza de quien se dirige a un amigo de larga experiencia, y tal consuelo no me corresponde a menudo» (116–17); anticipa el «consuelo» que le dará el lavadero terminado, al poder ver establecido algún medio de mantener a nuestras mujeres y niñas pobres de la Casa de Misericordia (122); señala que Andrew Fitzgerald (Carlow College) «me dio un gran consuelo, porque mientras condenaba el hecho [en la controversia de Kingstown], me hizo razonar y trajo paz a mi corazón y a mi mente» (125); y admite ante Frances Warde, «qué consuelo sería tenerte una vez más entre nosotras» en Baggot Street (170).6
Desde Birr escribe: «Tenemos dos grandes comodidades aquí, excelente pan al estilo del pan casero de Dublín, y agua de vertiente pura y cristalina» (292); «qué consuelo le da [a ella] oír de la constante alegría [de Mary Teresa White]» (303); está «muy consolada de encontrar que todo en Birr va tan bien» (315); «la consuela más de lo que puede expresar encontrar a [las novicias] iniciadas en el verdadero espíritu de su estado» (326-7); y se siente «consolada al oír que la aparente gran cruz [de Frances Warde] no es tan pesada como se temía» (342).
En todos estos casos, y en otros, Catalina habla del consuelo humano que confieren la compasión y la presencia, de la solicitud que se extiende para compartir la necesidad o el dolor de otra persona, y de sencillas formas humanas de solidarizarse con la gente. En casi todos estos casos está implícito su consuelo personal cuando se asegura el bienestar de otras personas.
El concepto que tenía Catalina del consuelo y la consolación era claramente bíblico…
Ya que Catalina misma conoció el dolor de la «pena», la «humillación», la «perplejidad», lo «agridulce», el «pavor», la «angustia» e incluso la «amargura», como atestiguan sus cartas, sabía lo que el consuelo, la consolación y el tierno afecto podían significar para quienes sufren, ya fueran pobres, enfermos y moribundos, o sus propias hermanas jóvenes. Por lo tanto, estaba deseosa de dar consuelo humano a otras personas en su aflicción y asegurarles el consuelo que Dios les daría. Ella creía que «su Padre Celestial ofrecerá consuelo [a los pobres de Kingstown]» (142); aseguró a Frances Warde que «Dios le enviará algún gran consuelo» en su aflicción personal (341); urgió a las hermanas cedidas por Dublín para consolar a Clare Moore cuando la fiebre tifoidea afectó a la fundación de Londres (311); y sobre la gente pobre de Charleville escribió, «mi corazón se entristeció cuando pensé que los pobres estaban privados del consuelo que Dios parecía querer para ellos» (138).
Una de las expresiones más tiernas del deseo de consuelo de Catalina es su carta del 21 de marzo de 1840 a Elizabeth Moore, sobre la muerte de Mary Teresa Vincent (Ellen) Potter, una joven hermana profesa de la comunidad de Limerick:
Nunca pensé que algo en este mundo podría afectarme tanto. He llorado mucho y he implorado a Dios que te dé consuelo. Sé que lo hará… Mi corazón está apenado, no por mí ni por la dulce inocente alma que ha vuelto al seno de su Padre Celestial, sino por ti. Ten la certeza que iré a verte, aun si me desviara mucho de mi camino, y estoy segura de que sentiré la ausencia cuando entre al convento.
Implorando de corazón que Dios te conceda su divino consuelo, y que conforte y bendiga a todas las queridas hermanas, me despido, tu siempre muy afectuosa M. C. McAuley (204).
Los relatos escritos por las primeras asociadas de Catalina cuentan numerosas historias de ella consolando a afligidos, de sus esfuerzos por dar valor y esperanza, aliviar el dolor, levantar el ánimo, impartir aliento y alegría, alterar situaciones aflictivas y ofrecer seguridad y protección. Por ejemplo, la entrada de las Crónicas de Bermondsey de 1841, que conserva los recuerdos de Clare Moore, habla de Catalina levantándose por la mañana temprano y «seleccionando y transcribiendo de los libros piadosos ciertos pasajes que podrían ser útiles para la instrucción o el consuelo de las personas pobres enfermas». Las Crónicas también señalan que «su compasión la llevó a hacer los mayores sacrificios en favor de sufrientes y afligidos». Por ejemplo, durante la epidemia de cólera, «se la podía ver entre muertos y moribundos, rezando junto al lecho del cristiano agonizante, inspirándole sentimientos de contrición por sus pecados, sugiriéndole actos de resignación, esperanza y confianza, y elevando su corazón hacia Dios por la caridad».
El concepto de Catalina de consuelo y consolación era claramente bíblico y estaba íntimamente relacionado con su teología de la Misericordia de Dios y con su cristología. Para ella, el consuelo o la consolación de Dios era la constatación, dada por Dios, de que las vidas humanas son, a pesar de toda aflicción y aparente devastación, finalmente sostenidas y redimidas por el cuidado misericordioso de Dios manifestado en Jesucristo y en la acción de quienes le siguen. Catalina hizo suya, pues, la tarea profética anunciada por Deutero-Isaías y cumplida irrevocablemente en Jesús: «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios: hablen al corazón de Jerusalén, anúncienle que se ha cumplido su condena y está pagado su crimen, ya que de la mano del Señor ha recibido doble castigo por sus pecados» (Isaías 40, 1-2).
En los rostros de las víctimas del cólera, de las jóvenes indigentes, de los pobres moribundos, de las mujeres desempleadas sin hogar y de sus propias compañeras enfermas y moribundas, llegó a conocer, como San Pablo: «Padre compasivo y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación, para que nosotros, podamos consolar a los que pasan cualquier tribulación con el mismo consuelo que recibimos de Dios» (2 Cor 1, 3-4).
Catalina McAuley deseaba ser un paráclito, una abogada, una consoladora. Aunque no era una teóloga sistemática, los aspectos de lo que debió ser su teología operativa de participación en la obra del Espíritu de Dios son evidentes, de forma fragmentaria, a lo largo de sus escritos. En una hoja suelta de su Diario de Meditaciones había escrito una «Oración antes de la Meditación» que comienza así: «Ven Espíritu Santo, habita en nuestros corazones y enciende en ellos el fuego de tu divino amor». Para Catalina, este fuego, que ella dice que «Cristo encendió», es el amor vibrantemente activo de Dios y al prójimo, modelado en la práctica de Jesús, e inspirado y sostenido por el Espíritu de Dios.
Creo que Catalina McAuley conoció, en su propio «lado», el poder y la presencia de este Espíritu…
Como señala el Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento de W. E. Vine, parakletos, que significa literalmente «llamado al lado de uno», era «usado en un tribunal de justicia para denotar un asistente legal, un abogado defensor, un abogado; luego, en general, uno que defiende la causa de otro… En el sentido más amplio, significa socorrer, consolar» (200). Jesús fue tal consejero, y prometió «otro Consejero» (Juan 14, 16), el Espíritu de la Verdad asegurado a sus discípulos en Juan 14, 26, 15, 26 y 16, 7. Creo que Catalina McAuley conoció, a su propio «lado», el poder y la presencia de este Espíritu, y que, por tanto, se supo explícitamente llamada a ser la voz humana, las manos y los pies de este Consejero consolador, literalmente, al lado y en defensa de las personas pobres y afligidas.7
En un importante conjunto de cartas escritas durante la última enfermedad de Catalina, Mary Vincent Whitty, que entonces tenía veintidós años, registra el último uso que Catalina hizo de la palabra «consuelo». Escribiendo a Mary Cecilia Marmion en Birmingham, el 12 de noviembre de 1841, el día después de la muerte de Catalina, Mary Vincent relata una escena junto a la cama de Catalina el día previo:
Le dijo a Hermana Teresa [Carton], ahora temiendo que se me olvide otra vez, les dirás a las hermanas que se tomen una buena taza de té – creo que la sala de la Comunidad sería un buen lugar – cuando yo no esté y que se consuelen unas a otras – pero Dios las consolará – me dijo, si te entregas enteramente a Dios – todo lo que tienes para servirle, cada poder de tu mente y de tu corazón – tendrás un consuelo que no sabrás de dónde viene.8
En este último acto humano de consuelo, el carácter misericordioso de Catalina McAuley se manifiesta con notable sencillez y familiaridad. La misma atención práctica a las necesidades de otras personas que había marcado toda su vida, el mismo reconocimiento de toda la vida de que los seres humanos deben consolarse mutuamente, y la misma convicción permanente de que, finalmente, todo el consuelo viene de Dios se concentran aquí en una «taza de té» para quienes sufren.
Animar el espíritu humano
El rasgo sobresaliente del comportamiento de Catalina McAuley precisamente como fundadora no es que fuera sobresaliente, aunque lo era. Más bien fue su animación del celo de sus compañeras. Su modo colaborativo y solidario de liderazgo eclesial fue, en muchos aspectos importantes, un modelo nuevo y femenino de administración eclesial. Estuvo dispuesta a trabajar con sus asociadas y a aceptar lo que éstas aportaban a sus esfuerzos comunes, incluso cuando su talento, sus conocimientos o su valor podían parecer inferiores a lo que se necesitaba en ese momento; estuvo dispuesta a aprender de ellas y con ellas a medida que se desarrollaba la década; sufrió con ellas y ocupó su lugar a su lado, en la pobreza, la incertidumbre, la enfermedad y la muerte; y se hizo a sí misma, gradual y finalmente, completamente prescindible para su trabajo y su futuro. En todo esto, su única e insustituible contribución como fundadora fue animarlas, es decir, recordarles continuamente el verdadero espíritu de lo que pretendían y encender, por todos los medios humanos a su alcance, la vida y el deseo que Dios les había dado y que ya había en ellas.
Catalina escribió a menudo sobre el «verdadero espíritu» de la orden, la quintaesencia de su proyecto religioso común. Para ella, este espíritu vital era el amor de Dios, la realidad vital fundamental que daba fuerza y propósito a todas las particularidades humanas de su vida y su trabajo. Su fuente era la bendición misericordiosa de Dios; sus dos manifestaciones externas eran su propia unión y caridad y su misericordia hacia las demás personas. Escribiendo en la Pascua de 1841 a su íntima amiga Elizabeth Moore, Catalina se alegraba del espíritu de las jóvenes que se preparaban para la toma de hábito y la profesión de votos en Baggot Street:
Todas están bien y felices. La bendición de la unidad aún reina entre nosotras y, oh, qué bendición, debería hacer que todo lo demás fuera nada. Todas ríen y juegan juntas, no hay una sola alma fría o dura. Desde el día que entran, toda reserva poco caritativa desaparece. Este es el espíritu de la Orden, en verdad, el verdadero espíritu de Misericordia derramándose sobre nosotras… (330-31)
Catalina creía que este espíritu cálido, libre y lleno de gracia era de origen divino. Era el propio don animador de Dios para la comunidad y para quienes servían, si se entregaban a él, lo atesoraban y actuaban en consecuencia. Era, creía ella, «algo del fuego que [Cristo] arrojó sobre la tierra» (226). Catalina se refiere dos veces a este versículo del Evangelio de Lucas (12, 49) al describir a las jóvenes inglesas que se preparaban para la fundación en Birmingham:
Ellas son todo lo que es prometedor – todas las marcas de la verdadera vocación sólida – más edificante en todo momento, en la recreación la más alegre de las alegres. Hasta ahora parecen haber correspondido muy fielmente a las gracias recibidas, pues cada día se nota mayor fervor y animación… Renuevan grandemente mi pobre espíritu: cinco criaturas dignas de adornar la sociedad que se presentan alegremente para consagrarse al servicio de los pobres por amor de Cristo. Esto es algo del fuego que Él arrojó sobre la tierra, encendiendo (226).
Catalina creía que el verdadero espíritu de las Hermanas de la Misericordia era la animación dada a sus espíritus humanos por el propio Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo. En consecuencia, creía que su única obligación como fundadora era apoyar y alimentar esta animación. Cada conferencia que daba, cada viaje que hacía y cada carta que escribía a sus hermanas era para animar y sostener esta animación. Así, en octubre de 1837, por ejemplo – dos meses después de la muerte de su sobrina Catherine y mientras Mary de Chantal McCann agonizaba en Kingstown -, Catalina escribió desde Cork a Frances Warde, que también lloraba la muerte de su obispo una semana antes: «Volveré por Carlow para verte, aunque solo sea por unas horas… Que Dios te bendiga y te anime con su divino espíritu para que demuestres que es a Jesucristo a quien amas y sirves con todo tu corazón» (101-2).
«Animación» fue la palabra que Catalina utilizó repetidamente para designar el efecto de la acción misericordiosa de Dios en los corazones humanos y el poder del ejemplo de Jesús.
Al igual que «reconfortar» «consolar» era una palabra característica del vocabulario personal de Catalina, también lo era «animar», el verbo y sus formas adjetivas y sustantivas. «Animación» era la palabra que Catalina utilizaba repetidamente para designar el efecto de la acción misericordiosa de Dios en los corazones humanos y el poder del ejemplo de Jesús. Estar animada por el Espíritu de Cristo era manifestar toda la vivacidad, dada por Dios y humanamente sostenida, del verdadero espíritu de la orden: el espíritu de amor mutuo y de servicio a la gente empobrecida.
Así, instó a Frances Warde, incluso en su dolor, a ser «alegre y feliz, animando a todas a tu alrededor» (118); y le dijo a Elizabeth Moore: «Debería decir todo lo que pudiera animarte y consolarte, porque eres un crédito y un consuelo para mí» (167). La víspera de su partida a Bermondsey, encontró a Clare Moore «toda animada» (177); e imaginó «qué renovada animación y fuerza» traería el regreso de las hermanas a la «pobre y vieja» Baggot Street (234). Apreciaba a la recién llegada Frances Gibson, «una dulce criatura dócil y animada, muy viva y encantada con sus deberes» (354); creía que cada visita de regreso a una nueva fundación «anima a las nuevas principiantes y da confianza a las demás» (331); y, unas seis semanas antes de su muerte, instó a Juliana Hardman, la joven superiora de Birmingham, a «rezar fervientemente por esas gracias animadoras que nos guiarán en una paz uniforme, haciendo fácil el yugo de nuestro Querido Redentor» (379).
Catalina tenía, hay que admitirlo, una preferencia natural por el calor extrovertido, la acción rápida y la vivacidad. Se quejaba de que Clare Augustine Moore, una artista, era demasiado lenta, ya que tardaba todo el día en pintar «3 rosas u hojas de lirio» (312); le preocupaba que una futura postulante, una antigua carmelita, «no está ni medio viva» y «si se arregla, tendré una bonita tarea abriendo los ojos [abatidos] de la pequeña carmelita» (312); y una vez deseó que la comunidad de Tullamore no fuera «tan rastrera» a la hora de iniciar nuevas fundaciones.
Pero la animación que ella buscaba particularmente y por la que rezaba era una realidad mucho más profunda: la vivaz generosidad de espíritu hecha posible por el Espíritu de Dios, dando a sus compañeras un «ardiente deseo de comprender perfectamente las obligaciones de la vida religiosa y de entrar en el verdadero espíritu de su estado» (319). Aunque Catalina entendía que todas sus asociadas eran responsables, ante Dios, de alimentar y alentar la continuación de esta «animación» dada por Dios, parece haber reconocido que ella personalmente tenía una obligación especial y explícita de ejemplificar y promover este primer avivamiento, por su propio celo. Fue la «fundadora» de las Hermanas de la Misericordia precisamente en este sentido vivificador: reconoció y nombró el don animador de Dios; dio continuamente vida, espíritu y apoyo al fruto de ese don; aprovechó todas las oportunidades para animar y vigorizar a sus hermanas; y alimentó deliberadamente la caridad y el celo que Dios les había dado. En una palabra, las animaba con sus palabras, su ejemplo, su presencia, su afecto y su compromiso concreto en las obras de Misericordia.
Aunque Clare Augustine Moore afirma: «No puedo decir que nuestra querida fundadora tuviera talento para la educación; adoraba la infancia y la malcriaba invariablemente», todos los testimonios de las primeras colaboradoras de Catalina sugieren que fue una eficaz docente de las mujeres que fueron sus compañeras. Es notable la precisión con la que recuerdan y atesoran sus «dichos» e instrucciones. Catalina estaba convencida de que «se aprende más por el ejemplo que por el precepto», pero también tenía un agudo sentido del valor animador de la instrucción verbal inspiradora. Parece que consideraba las instrucciones orales que daba regularmente a la comunidad, especialmente a las novicias, y la lectura espiritual pública que elegía para ellas como medios muy importantes para animar el espíritu que ya estaba vivo en ellas.
Por lo tanto, el programa diario de la comunidad de Baggot Street incluía un periodo de tiempo por la mañana para la «Charla», antes de que comenzara el trabajo del día. En este tiempo Catalina daba instrucciones espirituales formales a la comunidad, ya fuera leyendo de un libro de su elección, leyendo de una transcripción que habían hecho, o simplemente hablándoles directamente, con o sin notas. Además, instruyó regularmente a todas las postulantes y novicias durante los cuatro años (1831-1835) en que conservó para sí la función de Maestra de Novicias, y guio personalmente sus meditaciones diarias durante los retiros previos a la recepción y a la profesión. Aunque normalmente intentaba que un sacerdote fuera el director residente del retiro anual de agosto de la comunidad, al menos en una ocasión fue la propia Catalina quien lo impartió. En una carta a Frances Warde a principios de agosto de 1841, se refiere irónicamente a su próximo papel: «“Padre” McAuley dirige el retiro en la pobre Baggot St.» (360).
Como relatan las Crónicas de Bermondsey, los temas de Catalina para estas instrucciones eran los que animaban su propio espíritu, los grandes temas del Evangelio derivados de la propia vida e instrucciones de Jesús:
Sus exhortaciones eran muy animadoras e impresionantes, especialmente sobre los deberes de la humildad y la caridad. Éstas eran sus virtudes características, y le encantaba explayarse sobre la descripción que hace San Pablo de la caridad, esforzándose fervientemente por ponerla en práctica ella misma e instando a todas las personas a su cargo para que hicieran lo mismo. Amaba a todas las personas y procuraba hacerles el bien, pero prefería especialmente a los pobres y a la infancia, a quienes se esforzaba por instruir, aliviar y consolar de todas las maneras posibles. Enseñaba a las hermanas a evitar todo lo que pudiera ser en lo más mínimo contrario a la caridad, incluso la más leve observación sobre las maneras, los defectos naturales, etc., de modo que debían tener por norma no decir nunca nada desfavorable de las demás. No se contentaba con que evitaran las más pequeñas faltas contra esta virtud predilecta de nuestro Santísimo Señor, sino que deseaba que toda su conducta demostrara que esta virtud reinaba en sus corazones… Sus lecciones de caridad y humildad, apoyadas en su ejemplo constante, causaban necesariamente una profunda impresión en la mente de sus hijas espirituales.
La cronista de Bermondsey también señala cómo Catalina aprovechaba las ocasiones casuales para desarrollar ideas importantes para el espíritu vital de la comunidad. Por ejemplo, las Crónicas recogen sus frecuentes comentarios sobre la Regla en el recreo vespertino:
Le gustaba explayarse sobre ciertas palabras. «Nuestro respeto mutuo y nuestra caridad deben ser “cordiales”; ahora “cordial” significa algo que revive, vigoriza y caldea; tales deben ser los efectos de nuestro amor mutuo». Misericordia era para ella una palabra de predilección. Señalaba las ventajas de la Misericordia sobre la Caridad. «La Caridad de Dios no nos serviría de nada si su Misericordia no viniera en nuestra ayuda. Misericordia es más que Caridad, porque no sólo otorga beneficios, sino que recibe y perdona una y otra vez, incluso a las personas ingratas».
El Manuscrito de Limerick, siguiendo en parte la redacción de las Crónicas de Bermondsey, habla de la comprensión humana de Catalina y de la cualidad animadora de su voz:
No poseía logros mundanos, pero había leído mucho y sus modales eran de lo más agradables y simpáticos. Tenía un amplio conocimiento del corazón humano y podía adaptar fácilmente su conversación a las necesidades de quienes la rodeaban. Todo en ella estaba subordinado al honor divino y al bien de su prójimo, pues nunca parecía pensar o preocuparse por sí misma. Su método de lectura era tan agradable que todas las personas acostumbradas a reconocerlo hacían que un tema fuera completamente nuevo para ellas, algo que tal vez ya habían oído con frecuencia.
No todas las instrucciones de Catalina McAuley eran públicas o verbales. Los testimonios de su vida están plagados de ejemplos de adaptación privada al estado de ánimo de otras personas y de enseñanza indirecta a través del ejemplo. Las Crónicas de Bermondsey relatan un incidente que Clare Moore sólo podría haber sabido de quien experimentó la disculpa de Catalina:
Un acto de abajamiento de sí misma que ocurrió en los últimos cuatro años de su vida no debe ser pasado por alto en silencio; fue relatado con lágrimas por la hermana que fue objeto del mismo a una amiga. Ella le había hablado, según le pareció, bastante bruscamente, y pocas horas después fue a ver a la hermana y le preguntó si recordaba quién había estado presente en aquel momento. Como varias habían estado allí, la hermana contestó que no podía decirlo, porque no se había dado cuenta de cuáles eran, pero como nuestra Reverenda Madre le pidió que tratara de recordarlas y se las trajera, fueron llamadas, y cuando todas se reunieron nuestra querida Reverenda Madre se arrodilló humildemente y le pidió perdón por la manera en que le había hablado aquella mañana.
Incluso en su lecho de muerte, Catalina enseñó a sus hermanas la necesidad de la caridad total. Por alguna razón, quizá asociada a su antiguo apoyo a las Hermanas de la Caridad irlandesas y a lo que él consideraba competencia de Catalina con ellas, el Decano Walter Meyler, que se convirtió en párroco de San Andrés en 1833, era, como dice Clare Augustine Moore, «no amistoso». Su relación empeoró durante su prolongada controversia sobre la capellanía. Clare Augustine, que estaba presente en Baggot Street en aquel momento, relata los detalles:
Una de las primeras cosas que hizo fue prohibir la 2ª Misa los domingos, lo que cortó un gran recurso para la caridad, e intentó que no se predicara el Sermón de la Caridad en la Iglesia Parroquial, pero el Arzobispo decidió que así fuera. Muchas otras pruebas surgieron de la misma fuente… Luego se negó [en 1837] a permitir que la institución tuviera un capellán propio, proponiendo que esa tarea fuera desempeñada por uno de los clérigos adscritos a San Andrés. La Pobre Fundadora, que preveía la inconveniencia de tal arreglo, se negó a consentir, y él inmediatamente puso un interdicto en la capilla, de modo que durante algunos meses nosotras diariamente, y las jóvenes en los días de precepto, salíamos a Misa. Después de casi dos meses, con mucha dificultad permitió al P. Colgan, O.C.C.,… decir Misa y dar la Sagrada Comunión el día de Navidad; pero como declaró que no renovaría el permiso, ella tuvo que ceder, y tuvimos que soportar muchos inconvenientes, especialmente en lo que se refería a las confesiones de la infancia en la escuela.
Las cartas más enérgicas de Catalina tratan de esta controversia. Se quejó por escrito a John Hamilton, Archidiácono de Dublín, y al propio Decano Meyler, de quien recibió el 19 de diciembre de 1837 una carta tan dolorosa que dice que la quemó inmediatamente después de leer sólo una parte de ella (Bolster 43-44). Sufrió mucho por la intransigencia del decano y, como admitió en una carta a Frances Warde, luchó por liberarse de toda «amargura» (129).
Sin embargo, mientras Catalina agonizaba el 11 de noviembre de 1841, recibió la visita de varios sacerdotes, entre ellos Decano Meyler. Mary Vincent Whitty, que había entrado en Baggot Street en 1839, estaba junto a Catalina. Aunque es posible que ella no se diera cuenta de la importancia de lo que vio y oyó, las integrantes de más edad de la comunidad que estaban con ella seguramente sí. Al día siguiente Mary Vincent escribió sobre la escena que había presenciado, mientras Catalina pedía perdón a Walter Meyler: «Ayer le pidió perdón a Dr. Meyler – si alguna vez había hecho o dicho algo que le disgustara – él le dijo que no debía pensar en eso ahora y le prometió: cuidaré y haré todo lo que pueda por sus hijas espirituales – ella lo miró tan complacida y le dijo: lo harás – entonces que Dios te ayude y te recompense por ello».
En su Regla, Catalina había exhortado a sus hermanas a conservar los lazos de unión y caridad establecidos por Jesucristo, y a extender esa Misericordia a otras personas. En las últimas horas de su vida, cuando ya no le era posible dar charlas espirituales, continuó animando a sus hermanas por el medio que siempre había considerado más persuasivo: la animación poderosa y duradera que ofrece el ejemplo humano.9
Escuchar hoy a Catalina McAuley
Escribiendo a Mary Cecilia Marmion el viernes, 12 de noviembre de 1841, Mary Vincent Whitty habla del privilegio especial que tuvo la noche previa: «Tuve el consuelo, pues es el consuelo grato aunque melancólico de leer las últimas oraciones por ella, cerrar sus ojos y esa boca de la que he recibido tales instrucciones».
En la renovación de espíritu y acción en la que las Hermanas de la Misericordia de las Américas y sus asociadas/os están ahora seriamente comprometidas/os, guiadas/os por la Declaración de Dirección del Instituto, estamos, creo, llamadas/os a escuchar y practicar de una manera más urgente las instrucciones de Catalina, quizás especialmente aquellas sobre consolar y animar.
Si nos consideráramos explícitamente llamadas a la labor deliberada de consolar a los afligidos:
• Podríamos, por ejemplo, levantarnos cada mañana con la decisión de buscar a las personas más gravemente afligidas, escondidas entre los pliegues de los encuentros de cada día, y ofrecerles consuelo real de forma consciente y tangible.
• Podríamos considerarnos especialmente llamadas a abogar por las personas afligidas y a estar presentes en ellas, cuyos caminos quedan fuera de nuestro mapa cotidiano y cuyas sendas debemos buscar.
• Podríamos examinar nuestras conversaciones, actividades, empleo del tiempo y uso de los recursos materiales en términos de hasta qué punto, de hecho, dan consuelo a los afligidos.
• Podríamos preferir conscientemente visitar lugares donde la gente sufre, en lugar de lugares para nuestro propio placer, y desplazaríamos gradualmente el centro de nuestra gravedad personal de situaciones en las que nos sentimos consoladas a situaciones que claman por el consuelo que podemos dar.
• Podríamos defender pública y sistemáticamente a los afligidos contra los poderes y designios que les afligen, denunciando esas estructuras aflictivas y trabajando para corregirlas o eliminarlas.
• Podríamos preguntarnos explícitamente al final de cada día: «¿Al lado de qué afligido me he solidarizado deliberadamente hoy, y qué he hecho para consolarle o consolarles?».
Si nos considerásemos llamadas, precisamente, a la profunda labor de animar los espíritus humanos:
• Podríamos considerar cada encuentro y cada acción en el curso de nuestros días como dirigidos principalmente a este propósito explícito: ayudar a encender y sostener la esperanza, la confianza y el amor que es la presencia vivificante del Espíritu en todas las personas.
• Podríamos animarnos e inspirarnos mutuamente hablando más abiertamente de las realidades cristianas que nos animan e inspiran personalmente: podríamos hablar de estas realidades con menos reticencia y privacidad.
• Podríamos encontrar, en nuestras relaciones con colaboradores y con quienes servimos, formas sensibles de hablar de Dios y de Jesús (Cristo), para no dejar pasar semanas y meses sin dar cuenta de la esperanza que está viva en nosotras, o de nuestro agradecimiento y confianza en la Misericordia de Dios.
• Podemos ser, lisa y llanamente, alegres y exultantes, porque la «buena nueva» que nos anima y puede animar a otras personas es profundamente alegre, incluso cuando otras «noticias» son desgarradoras.
• Podríamos considerar la «educación religiosa», entendida en sentido amplio y profundo, como la quintaesencia del ministerio de cada una de nosotras, sea cual sea la descripción de nuestro trabajo o nuestra ubicación.
• Podríamos defender la presencia viva de Dios en todas sus formas humanas vitales, y trabajar contra las prácticas que no dan vida y contra la muerte sistémica allí donde se produzcan.
• Podríamos estar nosotras mismas deliberadamente animadas por la práctica de Jesús, y ofrecer explícitamente su ejemplo para la animación de las demás personas.
Si nos entregáramos a una renovación personal tan centrada, ¿no recrearíamos el espíritu original de nuestro Instituto de un modo tan vigoroso que seríamos tan vivas y fervientes como las «primogénitas» de Catalina que, como ella decía, «renuevan mucho mi pobre espíritu»? (226).
Notas
1. Aunque lamento ciertas simplificaciones y generalizaciones excesivas en su tratamiento de las religiosas, aplaudo lo que Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser han hecho por nuestro conocimiento de la historia de las mujeres en Europa, en sus dos volúmenes, Una historia propia (Nueva York: Harper and Row, 1988). Queda por escribir una obra comparable sobre las mujeres en la historia de la Iglesia. En este sentido, la investigación académica sobre la vida y obra de Catalina McAuley puede contribuir a una mejor comprensión de la historia eclesiástica irlandesa del siglo XIX y de la historia eclesiástica en general.
2. En este ensayo se hace referencia frecuente a varios manuscritos biográficos iniciales y cartas sobre Catalina McAuley escritas por sus primeras asociadas, así como a entradas en las Crónicas de ciertas fundaciones tempranas. Deseo agradecer a las archivistas, archivistas asistentes u otras hermanas su amable ayuda y destacar con respeto su fidelidad en el cuidado de los documentos de nuestra herencia: Hermanas Teresa Green (Bermondsey), Norah Boland (Brisbane), Nessa Cullen (Carlow), Mary Paschal Murray (Derry), Mary Magdalena Frisby (Dublín) – que ha llevado durante mucho tiempo una responsabilidad especial, con gran sabiduría y solicitud, Mary Pierre O’Connor (Limerick) y Mary Celestine (Tullamore).
3. Las referencias a la Regla corresponden al manuscrito de Catalina McAuley, conservado en los archivos de las Hermanas de la Misericordia, Dublín. Los números de los capítulos y de los artículos (párrafos) figuran entre paréntesis, separados por un punto.
4. En este ensayo las referencias a las cartas de Catalina son generalmente a la edición de Mary Ignatia Neumann, RSM, Las Cartas de Catalina McAuley (Baltimore: Helicon, 1969), y por lo tanto sólo los números de página se dan entre paréntesis. Cuando la referencia es a la edición de Mary Angela Bolster, RSM, La Correspondencia de Catalina McAuley (Cork y Ross: Hermanas de la Misericordia, 1989), se indica entre paréntesis.
5. En su excelente artículo, «Hacia una Teología de la Misericordia», en MAST [Asociación de la Misericordia sobre Escrituras y Teología] Revista 2 (Primavera 1992), 1-8, Mary Ann Scofield, RSM, ofrece un excelente análisis de la concepción de la Misericordia, hacer que debió inspirar y dirigir a Catalina McAuley. En el presente artículo, en el que me centro en el lenguaje del «consolar», sólo deseo ofrecer otra manera de nombrar la misericordia que caracterizó las actitudes y el comportamiento de Catalina, utilizando una palabra que ella usaba con más frecuencia que «misericordioso» o «misericordia». Las palabras y conceptos que las Hermanas de la Misericordia usamos para expresar nuestras convicciones y compromisos más fundamentales pueden, por la misma frecuencia con que los usamos, volverse demasiado familiares y perder así parte de su poder para inspirarnos. Esto puede suceder con la palabra «Misericordia», que significa realidades bíblicas e históricas tan ricas. Tal vez la reflexión sobre «consolar a los afligidos» pueda renovar nuestra comprensión de ciertos aspectos de la Misericordia, que es el carisma fundacional de nuestro Instituto.
6. El Diccionario Oxford de la lengua inglesa indica que los significados actuales de la palabra «consuelo» – así como de la palabra «animado», que se tratará más adelante – eran también los significados habituales de estas palabras a principios del siglo XIX, cuando las utilizaba Catalina McAuley.
7. Modelos de Dios, de Sallie McFague (Filadelfia: Fortress Press, 1987), ofrece una persuasiva interpretación de los modos de la presencia de Dios en y hacia el mundo «como madre [progenitora], amante y amiga de los últimos y más pequeños de toda la creación» (91). Aunque McFague no nombra explícitamente «Consolador» a ninguno de sus tres modelos, su presentación experimental de estas tres metáforas de Dios – para representar el amor, la actividad y la ética «creadora, salvífica y sustentadora» de Dios – enriquece enormemente nuestra comprensión de la presentación escriturística del «Dios de toda consolación» que efectúa y sostiene «la consolación de Israel».
8. Este testimonio ocular es la fuente más antigua de la tradición de la «buena taza de té», que Mary Austin Carroll, Vida de Catalina McAuley (Nueva York: Sadlier, 1890), registra más tarde como una «cómoda taza de té» (437). La obra de Carroll se publicó por primera vez en 1866.
9. Partes de este ensayo están tomadas de dos capítulos del libro sobre Catalina McAuley que estoy terminando para su publicación. El libro contendrá los textos de los primeros manuscritos biográficos sobre Catalina, así como el texto del manuscrito original de Catalina para la primera Regla y Constituciones, junto con extensas notas y comentarios sobre su composición. Distribuí el texto de la Primera Parte de la Regla y mis notas finales sobre ella en la Reunión de la Directiva de la Federación de las Hermanas de la Misericordia de las Américas, en Manchester, Nuevo Hampshire, el 24 de junio de 1989.
Publicado originalmente en inglés en The MAST Journal Volumen 3 Número 1 (1992).