En todo el Instituto rezamos para ser «Formadas por el Fuego del Espíritu».1 Aunque todavía no vemos todo lo que el fuego de Dios desea crear en nosotras, nos encontramos, incluso cuando estamos solas, cantando el estribillo suplicante de Dolores Nieratka: «Espíritu de toda sabiduría, Espíritu de la tierra, Enciende la brillante visión, Acelera el renacimiento. Espíritu de toda sabiduría, Espíritu de Dios, Toca nuestros corazones con tu fuego.2
De alguna manera sabemos, más allá de toda duda, que el ávido fuego de nuestra vocación personal y comunitaria como Hermanas de la Misericordia está, incluso ahora, trabajando constantemente entre nuestros huesos secos y tendones. Más que cualquier otra cosa en este mundo, deseamos rendirnos a esta llama. Nos damos cuenta de que no somos la fuente de la forma ardiente en la que esperamos convertirnos, sino sólo la yesca lista: pobre, titilante, totalmente dependiente del fuego diseñador de Dios.
En este momento de discernimiento de la llama que se forma en nuestro interior, leemos – quizá por enésima vez – nuestras Constituciones y Declaración de Dirección, tratando de comprender lo que la «conversión» significará realmente para nosotras. Sabemos, por encima de toda explicación humana, que estos documentos no son simple ni principalmente creación nuestra. En estos compromisos verbales que arden, elaborados hace cuatro años, la llama de la diligente remodelación de nuestro «estilo de vida y ministerios» por parte de Dios está acumulando energía cada día y buscando nuestra colaboración. En estas palabras humanas, la visión encendida del propio Dios se nos ofrece realmente como la forma luminosa de nuestro renacimiento, si tan sólo nos sometemos a ella. Nos damos cuenta de que la conversión a la que ahora se nos llama insistentemente no es sólo un cómodo avivamiento de las brasas bajas y familiares. Sentimos que el Espíritu regenerador que hay en nosotras desea encender un fuego mucho más crítico y profundo.
Nadie puede realizar nuestra conversión personal y comunitaria por nosotras. Ni predecesoras ni supuestas sucesoras. Pero hay una persona que nos acompaña incansablemente en nuestro encuentro actual con el fuego del Espíritu y que asiste ardientemente a nuestra remodelación: una persona que nos ama y se preocupa profundamente de que nos reencendamos; una persona que es ella misma un ejemplo perdurable de la profundidad de la conversión que nace del Espíritu de Dios. Hemos dicho, quizá sin comprender del todo nuestras propias palabras, que deseamos estar «animadas» por su «pasión por los pobres» y por el Evangelio que tan radicalmente inflamó su vida. Ahora nos insta a conformar nuestras vidas y ministerios a la plena realidad de estas palabras; y, para animarnos, nos ofrece humildemente el recuerdo de su propio amor apasionado, su esperanza y su audacia.
El amor de Catalina
Cuando hablamos de la pasión de Catalina McAuley – su pasión por la Misericordia, su pasión por los pobres, su pasión por la vida y la obra de las Hermanas de la Misericordia – creo que estamos hablando de la creencia más profunda que animaba todo su ser y todo lo que hacía: su ardiente creencia en la unidad del amor de Dios y el amor al prójimo.
Ella sentía un amor incondicional por Dios y un amor ardiente por Jesucristo y por todo lo que Jesús es y ha hecho por nosotros. Creía fervientemente que Cristo está realmente presente y llamando, con amor y por amor, en los rostros y las vidas de las personas pobres, enfermas, sin hogar, sin formación, sin educación y sin consuelo, moribundas y desesperadas. Ella creía que las Hermanas de la Misericordia, y quienes desean asociarse con nosotras, están llamadas a encontrar este gran amor de Dios, y a llevar este gran amor y consuelo de Dios en y a cuantos sufren. Todo este ardor fluía vibrantemente de la creencia profunda y consumidora de Catalina de que Jesús el Cristo realmente se identifica con todos los seres humanos, y que podemos amar ardientemente al Dios que no vemos sólo amando ardientemente a las hermanas y hermanos que sí vemos.
El texto evangélico sobre el reino de Dios en Mateo 25, al que se refiere dos veces en su Regla, no era un ideal lejano e inalcanzable, sino la llamada diaria y cotidiana de Jesús, a ella y a nosotras. «Vengan, benditos de mi Padre, … porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, era emigrante y me recibieron, estaba desnudo y me vistieron, estaba enfermo y me visitaron, estaba encarcelado y me vinieron a ver… Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (Mt 25,34 – 36,40).
Catalina creía verdaderamente en esta palabra de Jesús. Por eso, en su deseo cotidiano de amar al prójimo, era sincera, vehemente, de todo corazón. No fue comedida, cauta, autoprotectora, cautelosa, en la donación de sí misma en el amor. En el corazón de su creencia en su vocación como Hermana de la Misericordia estaba su deseo de parecerse a Jesús, y se daba cuenta de que, como él, debía sacrificarse por ese amor. Por lo tanto, estaba completamente dispuesta a renunciar a su propio placer y comodidad, a dejar de lado sus propias necesidades y preferencias, a renunciar a lo que la habría consolado, a desplazarse, a entregarse, a dejarse moldear radicalmente por el fuego del Espíritu en aras del amor y la presencia de Cristo en quienes lo necesitaban. Ella realmente creía y vivía el mayor mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas [y] amarás al prójimo como a ti mismo» (Marcos 12,30-31).
Cuando se habla de amor, es demasiado fácil parecer superficial y sublime. Lo que intento decir es que Catalina se tomó muy en serio la afirmación de Jesús: «Todo lo que hayan hecho a uno solo de estos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí». Se levantaba de la cama a las 5:30 cada mañana, impulsada por esta creencia. Pasó todos los días durante siete meses en un hospital para enfermos de cólera, imbuida de esta convicción. Acogió a mujeres e infantes sin hogar, embargada por esta convicción. Se arrodilló junto a la cama de sus jóvenes compañeras agonizantes, dominada por esta creencia. Creó escuelas para niñas abandonadas, impulsada por esta creencia. Emprendió largos y fatigosos caminos, consumida por esta creencia. Caminó por las calles de Dublín, Kingstown, Limerick, Galway y Birr, con todo tipo de clima, consumida por esta creencia. Entró reverentemente en las moradas de enfermos y pobres, llena de esta creencia. Cuando decía: «Dios sabe que prefiero pasar frío y hambre a que los pobres de Kingstown o de cualquier otro lugar se vean privados de cualquier consuelo que podamos ofrecerles»3 lo decía en serio, y a menudo pasó frío y hambre por ellos.
Catalina creía que nuestra vocación como Hermanas de la Misericordia es una llamada a dar todo lo que somos y tenemos por el bien de los queridos pobres de Dios. Por lo tanto, no se contenía, no consultaba sus propios intereses, no racionaba su presencia a quienes la necesitaban, no guardaba dinero o energía para un día lluvioso, no se retiraba de amar. A menudo renunciaba a su propia cama, era la última en comer en las comidas, elegía los medios de transporte más baratos, a menudo dormía en el suelo de las nuevas fundaciones antes que retrasar la obra de Misericordia hasta que estos conventos estuvieran terminados, y su ropa interior era, según sus compañeras, de la «más miserable descripción», ella que una vez había vestido con gran estilo y conducido un hermoso carruaje suizo. Como dijo una de sus primeras compañeras: «Cada talento y cada penique que poseía nuestra querida fundadora los había dedicado a los pobres» (Clare Augustine Moore, «Memorias»).4 Y una mujer que acogió a un niño abandonado en la Casa de Misericordia dijo una vez de ella: «Me hizo sentir lo que son la verdadera caridad y religión».
Catalina creía que ser Hermana de la Misericordia es un sacrificio de sí misma por el reino de Dios, un sacrificio encendido por la propia donación de Jesús, un sacrificio prometido en la profesión de los votos, pero consumado sólo en la voluntad de toda la vida de derramarse, en la donación diaria, la entrega constante, que estos votos implican y deben evocar. Para ella, era una forma gozosa de pasar la vida. El mismo día de su muerte, le dijo a Mary Vincent Whitty, una joven profesa de Baggot Street: «Si te entregas enteramente a Dios – todo lo que tienes para servirle -, cada poder de tu mente y de tu corazón, tendrás un consuelo que no sabrás de dónde viene» (Carta a Mary Cecilia Marmion, 12 de noviembre de 1841).5
Catalina creía que ella y nosotras a menudo no somos capaces de mantener la plenitud del don que una vez nos propusimos: olvidamos que nos hemos entregado por completo a los amorosos propósitos de Dios, empezamos a guardar pequeñas porciones de nuestra vida, pasamos por alto la «letra pequeña» de los votos que hemos profesado. Pero también creía que el Espíritu fiel de Dios renueva y alimenta cada día este don de nosotras mismas, y que nunca somos demasiado mayores para aprender a ser más plenamente lo que decimos ser.
Clare Moore dice que el deseo de Catalina de «parecerse» a Jesús en su propio amor misericordioso era «su resolución diaria, y la lección que repetía constantemente». Solía decir a las primeras hermanas: «Esfuércense siempre por asemejarse a Él, deben intentar parecerse a Él en alguna cosa al menos, para que cualquier persona que las vea, o hable con ustedes, pueda recordar Su bendita vida en la tierra» (Crónicas de Bermondsey).6 Atesoraba los hechos evangélicos y las palabras de Jesús, y a menudo decía a sus primeras compañeras: «Si sus benditas palabras deben ser reverenciadas por todas, con qué amorosa devoción debe la religiosa grabarlas en su memoria y tratar de reducirlas a la práctica» (Crónicas de Bermondsey).7 Ella deseaba que fuéramos una comunidad de amor tan transparente, un fuego de amor ardiente por las personas, que la gente realmente nos viera a cada una de nosotras como el Cristo amoroso, incluso mientras nos acercamos al Cristo amoroso que hay en ellas.
La propia Catalina era el mejor ejemplo de lo que quería decir. El celo generoso de su propia caridad, la llama inextinguible de su propio amor, eran realmente fervientes e incansables, incluso cuando estaba – como a veces admitía – cansada, nerviosa, enferma, perpleja u oprimida por los cuidados. En la dedicación de la capilla de Baggot Street en junio de 1829, cuando ella, a los cincuenta y un años, apenas comenzaba la obra de amor de sus últimos años, su buen amigo, Michael Blake, predicó el sermón y dijo de ella: «Veo a la señorita McAuley como una… especialmente dotada de bendición: su corazón rebosa de la caridad del Redentor cuyo fuego que todo lo consume bulle en su interior» (El Manuscrito Limerick).8 Catalina creía profundamente en este Fuego habilitador del amor de Dios. Estaba dispuesta a ser impulsada por él cada mañana, y a ser consumida por él cada día.
En una hoja en blanco en el anverso de su ejemplar de Diario de meditaciones para cada día del año, Catalina escribió esta oración, que rezaba cada mañana por la comunidad de Baggot Street: «Ven Espíritu Santo, habita en nuestros corazones y enciende en ellos el fuego de tu divino amor… concédenos, te pedimos, la plenitud de tu divino Espíritu, y regálanos estar abiertas a las inspiraciones de tu Gracia…». Esta sencilla oración, con todo el amor generoso y la propia donación que pide y promete, es el corazón de lo que ella creía, para sí misma y para nosotras. Ella la reza ahora por nosotras, mientras contemplamos el fuego modelador del Espíritu e intentamos comprender lo que significa realmente decir: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).
La esperanza de Catalina
Catalina concebía su vida y la de nuestra comunidad como una peregrinación, un camino, un avanzar con esperanza, «confiando enteramente en la Providencia de Dios» (Neumann, ed. 353).9 Menos de dos meses antes de morir, dijo a Mary Ann Doyle: «Siempre hemos confiado en gran medida en la Divina Providencia y lo continuaremos haciendo» (Neumann, ed. 376).10 Pero no fue pasiva en este camino. Como escribió a Frances Warde: «mientras depositamos toda nuestra confianza en Dios, debemos actuar como si todo dependiera de nuestro esfuerzo» (Neumann, ed. 256).11 Así, un movimiento confiado y enérgico hacia adelante, en la fuerza de la presencia eficaz de Dios, caracterizó toda su vida.
Cuando vivía con los Callaghan, tenía la esperanza de poder alquilar algún día algunas habitaciones para acoger a las jóvenes que corrían peligro en las calles de Dublín. Cuando recibió la herencia de los Callaghan y empezó a construir la gran casa de Baggot Street, temía la magnitud de lo que había emprendido y esperaba que Dios la ayudara a llevarlo a cabo. Cuando Edward Armstrong, su más firme defensor, murió en mayo de 1828, ella esperaba tener el valor de seguir el consejo que él le dio en repetidas ocasiones: «No pongas toda tu confianza en ningún ser humano, sino sólo en Dios».
Cuando el clero y los laicos criticaron duramente a la comunidad de Baggot Street, y la llamaron advenediza y charlatana, y ella temió que las obras de Misericordia que habían comenzado llegaran a su fin, esperó que Dios la guiara a través de esta controversia. Cuando ella y sus compañeras decidieron fundar una nueva congregación religiosa y tres de ellas se fueron a George’s Hill, esperaba que la comunidad de Baggot Street sobreviviera en su ausencia. Cuando las Hermanas de la Presentación le insinuaron que no la dejarían profesar si no permanecía en su orden, confió en la misteriosa ayuda de Dios.
Catalina expresó una sola esperanza para las Hermanas de la Misericordia: que vivieran en unión y caridad, y confiaran en la ayuda misericordiosa de Dios.
Cuando Caroline Murphy murió mientras Catalina estaba en George’s Hill, y luego Anne O’Grady, Elizabeth Harley y su propia sobrina Mary Teresa murieron en los dos primeros años, ella esperaba que la muerte no destruyera la joven comunidad. Cuando las fundaciones fueron a Tullamore, Carlow y Cork con muy poco dinero para vivir, y a Charleville sin perspectivas de postulantes, y a Birr sin ingresos asegurados, esperaba que Dios las proveyera. Cuando nombró a mujeres jóvenes como superioras de las nuevas fundaciones – Mary Ann Doyle tenía 25 años, Frances Warde 27, Clare Moore 23, Juliana Hardman 28 – se sometió a su autoridad y confió en que Dios las dirigiría. Cuando el ministerio de cada nueva fundación resultó ser diferente del de la anterior, y diferente del de Baggot Street, confió en la misericordia de estas mujeres y en la guía infalible de Dios. Al final, Catalina expresó una sola esperanza para las Hermanas de la Misericordia: que vivieran en unión y caridad, y confiaran en la ayuda misericordiosa de Dios. Si hacían esto, todo lo demás vendría por añadidura.
La esperanza de Catalina no era un deseo fácil de su propio bienestar o realización personal, ni una invocación histórica de la resurrección de Cristo, sino una «esperanza contra toda esperanza» (Romanos 4,18) ante la aflicción humana generalizada. La suya era una esperanza tenaz y activa al servicio del bienestar deseado por Dios para las personas pobres, enfermas, agonizantes, abandonadas e injustamente tratadas. Era el tipo de esperanza tenaz que suscita con urgencia el sufrimiento humano y conduce a la fatiga piadosa de la cruz de Jesús, donde comienza toda auténtica oración por la acción de Dios.
Ninguna historia de la vida de Catalina ilustra tan tiernamente su esperanza como su agotador servicio en el improvisado hospital del cólera. Como explica Clare Augustine Moore:
El primer brote de cólera estalló en Irlanda en 1832, y la gente estaba muy mal preparada para él por los terribles relatos de su virulencia en otros países. Ciertamente fue una visita terrible. Las muertes fueron tantas, tan repentinas y misteriosas que la gente pobre e ignorante creía que los médicos envenenaban a sus pacientes, y como era necesario enterrarlos inmediatamente, se decía que muchas personas habían sido enterradas vivas… Fue en estas circunstancias cuando la Rvda. Madre ofreció sus servicios al hospital del cólera, Townsend Street… Habiendo aprobado el Arzobispo esta medida, las hermanas comenzaron sus tareas para gran consuelo de pacientes y médicos; pero la fatiga que sufrían era terrible. La Rvda. Madre describió a algunas de nosotras a las hermanas que regresaban pasadas las 9, se aflojaban los cordones en las escaleras y se detenían, vencidas por el sueño («Memorias»).12
La propia Catalina permaneció en el hospital la mayor parte del día, atendiendo a quienes podían salvar la vida, consolando a agonizantes, evitando entierros erróneos y supervisando a las enfermeras voluntarias. La imagen de su cuerpo desplomado en las escaleras de caracol de Baggot Street es un vívido emblema de la magnitud de su entrega y del tipo de esperanza hasta las últimas consecuencias que ella y el fuego del Espíritu desearán ver en nosotras al final del día.
La audacia de Catalina
Catalina tenía una opinión extraordinariamente humilde de sí misma y de su papel como fundadora de las Hermanas de la Misericordia, un título que nunca utilizó para sí misma. Era humilde a sus propios ojos, y a menudo atribuía los sufrimientos y pruebas de la comunidad a sus propios errores y fracasos, hasta tal punto que Clare Moore dice de ella: «Me dolía oírla condenarse y culparse tanto a sí misma» (Carta a Clare Augustine Moore, 1° de septiembre de 1844).13 Cualquiera que hayan sido las causas externas de la estimación que Catalina tenía de sí misma – una puede fácilmente imaginar algunas de ellas, y lamentarlas – su humildad fue concebida y arraigada en otra parte, en su ferviente reflexión sobre la vida de Jesús, sobre su humilde presencia entre quienes servía, y sobre las humillaciones de su pasión y muerte, que se dice que la conmovieron hasta las lágrimas.
Su veracidad ante el misterio de la insondable modestia de Dios en Jesús fue evidentemente una aflicción profundamente pacífica dentro de la intimidad de su propio corazón, pero no la hizo tímida públicamente. Al contrario, su humildad parece haber sido la condición de posibilidad de la audacia que Dios le dio como defensora de las personas empobrecidas, y de su abierta y audaz promoción de las Hermanas de la Misericordia por el bien de los pobres. Tenía en estos asuntos la virtud apostólica de la audacia – lo que la Escritura llama parresía –, el atreverse públicamente, el valor de hablar y actuar en nombre de la audaz misión de Dios en Cristo Jesús.14
Catalina estaba apasionadamente convencida de que la vida religiosa en el Instituto de las Hermanas de la Misericordia era nada menos que un don de Dios dado a la Iglesia y al mundo para la edificación de la redención de todo el pueblo amado de Dios, especialmente de las personas más desatendidas y oprimidas. Para ella, el florecimiento del Instituto se debía precisamente al florecimiento de la ardiente misión de Dios entre la gente pobre de este mundo. Por eso no ocultó a la comunidad a puerta cerrada, como un tesoro privado y personal de sus primeras integrantes. Deseaba firmemente que el Instituto creciera, tanto en número como en extensión geográfica, para que el reino del amor redentor de Dios – «el fuego que Cristo arrojó sobre la tierra», como ella lo llamaba – fuera cada vez más grande.
Catalina siempre buscó formas audaces pero naturales de llegar y permitir que la vida y la obra de las Hermanas de la Misericordia se conocieran mejor…
Nuestro lugar y nuestro tiempo no son Irlanda ni la década de 1830. Pero, aun así, lo que Catalina hizo para alimentar el crecimiento continuo de las Hermanas de la Misericordia puede inspirarnos mientras buscamos refundar nuestro estilo de vida e invitar a muchas otras mujeres a unirse a nosotras en el compromiso de los votos con la misión permanente de la Misericordia de Dios. Hemos dicho que deseamos ser «moldeadas por el fuego del Espíritu». Un aspecto crucial de nuestra formación a largo plazo será la curación de nuestro silencio y timidez sobre nosotras mismas, y el renacimiento de nuestra audacia apostólica al proclamar por qué somos lo que somos, y al animar a otras a unirse a nosotras, hasta que la misión liberadora de Cristo entre las personas marginadas y despreciadas de este mundo se haya completado.
Catalina siempre buscó formas audaces pero naturales de llegar y permitir que la vida y el trabajo de las Hermanas de la Misericordia se conocieran mejor por las familias y los sacerdotes, y especialmente por las mujeres que podrían considerar unirse a la comunidad. Por ejemplo, la oración vespertina de la primera comunidad de Baggot Street estaba abierta a la gente del barrio, y las mujeres y niñas que vivían cerca se unían a esta oración. Al parecer, ¡sólo robaron una silla! La capilla de Baggot Street estaba abierta al público, y muchas personas acudían allí para la eucaristía dominical (hasta 1834, cuando el párroco cerró la capilla al público). A excepción de la primera ceremonia de recepción en Baggot Street en enero de 1832, todas las ceremonias de recepción y profesión estaban abiertas al público. En las fundaciones situadas fuera de Dublín casi siempre tenían lugar en la iglesia parroquial, y eran precedidas por una procesión hasta la iglesia.
Catalina y las demás hermanas mantuvieron un buen contacto con sacerdotes y directores espirituales, y les dieron a conocer la vida y el trabajo de las Hermanas de la Misericordia para que estuvieran bien informados cuando aconsejaran a las mujeres. Involucró a las mujeres laicas en los ministerios de Baggot Street y de las nuevas fundaciones, y acogió a asociadas y voluntarias. Ella escribió cartas a posibles candidatas, explicándoles la vida religiosa de la comunidad e invitándolas a venir y ver.
Organizó un Sermón de Caridad público anual en el que el predicador describía la vida y el propósito de las Hermanas de la Misericordia y solicitaba la participación personal y financiera para esa vida. En Dublín, después del primer año, estos sermones se celebraban en la iglesia parroquial. En las iglesias parroquiales de las demás fundaciones se celebraban sermones similares. También se encargaba de que, en el primer mes de cada nueva fundación, se celebrara una recepción o ceremonia de profesión en la ciudad y se invitara al público. Siempre que podía, y a veces los obispos respectivos no lo permitían, aceptaba a mujeres pobres en la comunidad, con poca o ninguna dote.
A pesar de todos los sentimientos dolorosos engendrados en los irlandeses por el gobierno británico durante la época penal, y a pesar de las actitudes contrarias a los conventos, fundó dos conventos en Inglaterra: en Londres y en Birmingham. El de Bermondsey fue el primer convento católico fundado en Londres desde la Reforma. Siempre esperaba que cada nueva fundación fuera completada y continuada por nuevas integrantes procedentes de esa localidad, y rezaba la Oración de Treinta Días en cada nuevo lugar por este don de Dios. Instó a que la renovación anual de votos en cada comunidad de fuera de Dublín se hiciera en la iglesia parroquial, y ella misma dirigió esta renovación en Birr el 1° de enero de 1841.
En innumerables formas públicas, Catalina trató de llegar a las mujeres que podrían llegar a ser miembros de la comunidad y animarlas a integrarse en las Hermanas de la Misericordia. Ella creía que Cristo estaba encendiendo el fuego de este tipo de amor misericordioso y esperanza en la tierra, y que era su obligación constante alimentarlo y ayudarlo a encenderse, dando a conocer más ampliamente el propósito esperanzador, amoroso y alegre de la comunidad.
Zapatos de Catalina
El día de su muerte, muy temprano por la mañana, Catalina pidió a Teresa Carton un poco de papel de estraza y cordel; después ató sus zapatos caseros y pidió que se pusiera el fardo en el fuego de la cocina y se removieran las brasas hasta que se consumiera su contenido. Ella, que había caminado y caminado por el bien de quienes lo necesitaban, entregaba ahora sus zapatos gastados a Dios y a nosotras. Como Moisés ante la zarza ardiente y Josué ante el mensajero de Dios, entró descalza en su último encuentro histórico con el Dios misericordioso a quien tanto había amado y en quien tanto había confiado.
Sus zapatos han pasado ahora, en un sentido verdadero, a nosotras, para que podamos caminar por las calles por las que ella caminó, con la misma misericordia, esperanza y alegría; para que podamos encontrar y llevar el mismo consuelo de Dios en y a todas las personas desesperadamente necesitadas; y para que, siguiendo sus pasos, podamos proclamar con valentía la misión salvadora de Cristo y nuestra propia adhesión, dada por Dios, al florecimiento de esta obra sagrada.
El fuego del Espíritu por el que nosotras, como Catalina, anhelamos ser transformadas no se encuentra en un lugar remoto y abstracto. Está, incluso ahora, ardiendo en las cocinas ordinarias y cotidianas de nuestras mentes y corazones, donde comienza toda verdadera conversión.
Notas
1. Comité Directivo del Capítulo, Carta a las Hermanas y Asociadas del Instituto de las Hermanas de la Misericordia de las Américas, 20 de julio de 1994.
2. Dolores Nieratka, RSM, «Espíritu». Esta canción de encuentro fue cantada durante el Proceso de Reflexión de la Comunidad Regional, septiembre-octubre de 1994.
3. Carta a Hermana M. Teresa White, en Las Cartas de Catalina McAuley, ed. por Hermana Mary Ignatia Neumann, RSM. Baltimore: Helicon, 1969, p. 142.
4. Clare Augustine Moore, «Memorias».
5. Los textos completos de todos los manuscritos de archivo citados en esta reflexión se presentan en mi próximo libro, Catalina McAuley: La tradición de la Misericordia, que publicará Four Courts Press (Blackrock, Dublín) en 1995.
6. Carta a Mary Cecilia Marmion, 12 de noviembre de 1841.
7. Crónicas de Bermondsey.
8. Ibid.
9. El Manuscrito de Limerick.
10. Carta a Hermana M. Ann Doyle en Neumann, ed., Cartas, p. 353.
11. Carta a Hermana M. Ann Doyle en Neumann, ed., Cartas, p. 376.
12. Carta a Hermana M. Frances Warde en Neumann, ed., Cartas, p. 256.
13. Clare Augustine Moore, «Memorias».
14. Carta a Clare Augustine Moore, 1° de septiembre de 1844.
15. Ver el ensayo de Karl Rahner, «Parresia (audacia)», en Investigaciones teológicas 7 (Londres: Darton, Longman y Todd, 1971), 260-67.
Publicado originalmente en inglés en The MAST Journal Volumen 5 Número 2 (1993).