La Revista de la Asociación de la Misericordia para Escrituras y Teología

Dar posada al peregrino: La kenosis de Catalina McAuley

El tema de nuestras reflexiones es «Sembrando esperanza: abrazando la diversidad cultural», y se me ha pedido que me centre en el legado de Catalina McAuley en relación con este tema.1 Espero hacerlo examinando no sólo la hospitalidad de Catalina, sino también la cristología que moldeó su comportamiento.

Quienes hayan visitado Dublín conocen las puertas georgianas, de una belleza sorprendente, que constituyen el elemento visual más destacado de las viviendas construidas en Dublín en el siglo XVIII y principios del XIX. Quizá hayan visto el afiche titulado «Las puertas de Dublín». Hoy me gustaría centrarme en una sola de esas puertas, no en su función arquitectónica, su forma o su color, sino en su significado espiritual como metáfora de la mujer que construyó esta puerta y como metáfora de la concepción de Jesucristo que informaba su mente y su corazón al abrirla: La puerta principal de la Casa de Baggot Street.

En el Gran Manuscrito Derry, que recoge las memorias de Mary Ann Doyle, leemos sobre un incidente ocurrido en esa puerta en 1829. Tal vez esta historia pueda ilustrar de forma narrativa algo de la profundidad de la acogida y el abrazo que deseamos explorar:

A principios de este año se produjo una circunstancia que demostró claramente los beneficios que la institución estaba destinada a producir. Una tarde, en respuesta a una violenta llamada, la puerta, asegurada por la cadena, se abrió cautelosamente y admitió la cara sonrojada de una muchacha muy joven, que imploró un refugio para pasar la noche diciendo que había viajado a pie desde Killarney y no conocía a nadie en Dublín.

El brillo intenso de sus grandes ojos oscuros, el desorden de su cabello y su vestido despertaron, naturalmente, sospechas desfavorables, pero como era evidente que se encontraba en un gran apuro, nuestra querida y caritativa fundadora no quiso negarse a aliviarla, así que la llevaron al vestíbulo y le dieron pan y leche. Entonces ella, aunque muy incoherentemente, pues estaba aturdida por la fatiga, el hambre y el terror, dijo su nombre y cómo a causa de una disputa con su severa madrastra había huido de casa de su padre; al no saber de qué manera enmendar esta imprudencia se dirigió a Dublín, donde no tenía amigos ni recursos.

En el campo oyó hablar de las Hermanas de la Caridad, y pensando que el mero hecho de sus necesidades sería una recomendación suficiente, se dirigió a Stanhope Street, donde por supuesto le negaron la admisión, pero como consuelo le dijeron que en Baggot Street, una tal señorita McAuley tenía una gran casa donde se admitía a toda clase de gente; porque así hablaban entonces de nuestra pobre institución incluso la gente piadosa y caritativa.

Ella no fue llevada exactamente a la casa esa noche, sino que se le procuró un alojamiento seguro en Little James’s Street, y la señorita Doyle, reconociendo el nombre de su padre como el de un caballero profesional que se casó por segunda vez con una que fue acusada de mucha dureza hacia sus hijos mayores, se resolvió admitirla al día siguiente y hacer la debida investigación en cuanto a su identidad. Esto se comprobó satisfactoriamente, así como la veracidad de su historia en otros detalles, y se la protegió hasta que se le consiguió un empleo unos meses después; pero, aunque se comportó bien en él, no permaneció mucho tiempo, pues su padre la perdonó y la llevó a casa. (Sullivan, ed. 50)

Es demasiado fácil pasar por alto los elementos extraordinarios de esta historia, hasta que empezamos a pensar en nuestras propias puertas de entrada. Es tarde, no esperamos a nadie, la puerta está cerrada y nos vamos a la cama. Entonces suena violentamente el timbre y una desconocida con una mirada intensa nos pide cobijo para pasar la noche. Tenemos nuestras «sospechas desfavorables» sobre ella. Ella ya ha ido a la puerta de otras personas religiosas del pueblo, pero tienen normas cautelosas contra la admisión espontánea, por lo que nos la han enviado.

¿Es éste el tipo de escena que Jesús tiene en mente cuando dice: «Fui forastero y me recibiste»? La mujer de más edad de la casa de Baggot Street cree que sí. Se da cuenta de la gran angustia de la muchacha, no la rechaza, la hace entrar, le da un poco de pan y leche, y escucha su relato incoherente de haber huido de Killarney, en el suroeste de Irlanda, y haber caminado 300 kilómetros hasta Dublín. La mujer lleva a la niña a un lugar seguro cercano para que pase la noche (para no perturbar el sueño de las demás niñas y mujeres refugiadas en la casa), y por la mañana la acoge como a una más de la comunidad, promete protegerla de cualquier daño, le enseña algunas habilidades útiles y, unos meses más tarde, le consigue un trabajo como empleada doméstica en una casa de confianza.

Todo esto puede parecer un acontecimiento único hasta que una recuerda que ésta es la gran casa de Baggot Street donde, según las Hermanas de la Caridad de Stanhope Street, «se dejaba entrar a todo tipo de gente», y hasta que una recuerda que la mujer mayor es Catalina McAuley. Ella es la mujer que una vez encontró a una mujer demente sola y empobrecida en una casucha y la llevó a su casa en Coolock; que una vez encontró a una niña huérfana tirada en la calle y la llevó a su casa; que una vez, durante la epidemia de cólera de 1832, envolvió a un niño huérfano en su propio chal y lo llevó a casa, a una camita en su propia habitación; y que en el transcurso de catorce años en Baggot Street dio la bienvenida a «más de mil» personas desconocidas a través de la puerta de su casa georgiana, a menudo sesenta a la vez (Sullivan, ed., p. 127).

En uno de sus muchos ensayos sobre el misterio de la Encarnación, Karl Rahner habla de Jesucristo como la puerta finita en la que se ha convertido el Dios infinito, para «abrir un paso hacia lo infinito para todo lo finito, dentro del cual él mismo se ha convertido en parte, haciéndose él mismo el paso y la puerta, a través de cuya existencia Dios mismo [se convierte en la realidad de la nada». En la Encarnación, Dios crea esta puerta santa de acogida «asumiendo» nuestra humanidad, y Dios «asume» nuestra humanidad «vaciándose» en la humanidad que Dios ha asumido (Investigaciones teológicas 4:117). En otro lugar, Rahner dice que para convertirse en «el portal y el paso» de nuestra abundante e incondicional omnipresencia, el Verbo de Dios «crea la realidad humana [de Jesús] asumiéndola, y la asume vaciándose de sí mismo» (Fundamentos 226). La puerta de nuestra humanidad, en la humanidad de Jesús, es así el lugar mismo donde Dios afirma la llamada irrevocable de su propia presencia que se supera a sí misma y donde abrazamos y somos abrazados por el amor que se vacía de Dios. Aquí, en Jesucristo, el Verbo se hace carne y habita entre nosotros en la única apertura de «la propia renuncia y la autoexpresión de Dios en lo que es distinto» de su propio yo, en los «extraños» que somos (Investigaciones teológicas 5:178).

El misterio de la presencia kenótica de Dios en la humanidad de Jesús, y de la acogida que Dios nos da en y a través del portal de ese propio vaciamiento lleno de gracia, es muy difícil de comprender, y tanto las palabras de Rahner como las mías no son más que aproximaciones tímidas a la realidad del abrazo de Dios a nuestra diversidad. Pero incluso estas palabras bastan para que estemos alerta y deseando que suene el timbre figurado de la puerta y se nos invite a abrirnos a la otra persona y a la alteridad.

Jon Sobrino define esos momentos como aquellos en los que nos vemos llamadas a adoptar «una verdadera [y doble kénosis, es decir, una vida de pobreza voluntaria y una actitud solidaria»: Una disposición a ser «disminuidas», a desinflarse por nuestro propio vaciamiento en la situación de la otra persona, y luego asumir, desde abajo, una postura de solidaridad partidaria con esa otra persona en su misma diversidad (La verdadera Iglesia 109, 148, 150). En esos momentos se nos pide que, siguiendo el ejemplo de Dios en Jesús, acojamos al forastero a nuestra puerta.

Si recordamos el ejemplo de Catalina McAuley y la muchacha de Killarney, tenemos mucho que aprender de esta metáfora de su hospitalidad sin titubeos ni vacilaciones. En primer lugar, ella abre la puerta (no se limita a mirar a través de las cortinas); en segundo lugar, deja a un lado sus sospechas; en tercer lugar, ofrece la comodidad de una silla y comida; a continuación, escucha atentamente la historia de la desconocida y se reserva un juicio sobre su validez; y, por último, ofrece un espacio en el que la chica puede ser y convertirse en ella misma. Catalina había soñado con niñas así, incluso cuando vivía con los Callaghan en la Casa Coolock. Como señala el Manuscrito Limerick:

Ella se deleitaba proyectando medios para dar cobijo a las jóvenes desprotegidas. Entonces no esperaba la gran fortuna que más tarde sería suya, pero se le ocurrió que, si disponía de unos cuantos cientos de libras, alquilaría un par de habitaciones y trabajaría para y con sus protegidas; la idea rondaba sus sueños. (Sullivan, ed. 144-45)

Porque Catalina veía en cada persona desconocida que llamaba a la puerta, en cada persona diferente de ella, en cada persona, la presencia oculta de Cristo, la autoexpresión cercana y accesible de la alteridad cercana pero distante de Dios. Por eso ella insistía en que nadie debía esperar en la puerta. Cuando Mary Clare Moore compiló la primera colección de Dichos Prácticos de Catalina en agosto de 1868, ella envió su compilación en forma de borrador a otras casas de las Hermanas de la Misericordia para comprobar su integridad y exactitud. En las Crónicas de Bermondsey de 1868, Clare nos dice que

No se recordaba nada más, excepto el deseo que nuestra venerada Fundadora había expresado, de que quienes venían por negocios, o incluso las visitas al Convento y las personas pobres, no debían esperar en la puerta o en el Convento más de lo necesario, ya que ella había notado negligencia en este punto en algunas de las Comunidades. (Sullivan, ed. 33)

En el libro del Éxodo, la voz de Dios envía este mandato al pueblo de Israel a través del profeta Moisés: «No oprimirás al emigrante: ustedes conocen la suerte del emigrante, porque fueron emigrantes en Egipto» (Éxodo 23, 9). Sin duda, la empatía humana de Catalina por las personas forasteras, por las que están fuera de su propio hogar cultural, se nutrió de sus propias experiencias como extranjera, de sus propios sentimientos de diversidad cultural: cuando vivía con su madre, cuya sensibilidad religiosa era tan distinta de la suya; cuando vivía con los Armstrong, un tanto intolerantes; cuando se sentía ajena a algunas de las opiniones religiosas de los Callaghan y de su hermano y su cuñado; cuando tuvo que hacer negocios con Matthias Kelly, el párroco de San Andrés, que «no tenía la menor idea de que el sexo no instruido pudiera hacer otra cosa que daño tratando de ayudar al clero, mientras que tenía prejuicios contra la fundadora, a la que consideraba una vividora» (Clare Augustine Moore, «Memorias», en Sullivan, ed., p. 208). Su empatía también se nutrió cuando «los católicos de más alto rango» de Dublín «se mofaban de ella como de una arribista, [y] como de una inculta» («Memorias», en Sullivan, ed., p. 203); cuando vivió quince meses con las enclaustradas y rigurosas Hermanas de la Presentación; cuando, más tarde, tuvo que negociar durante año y medio con Walter Meyler, párroco que se negaba a darle un capellán fijo para las sesenta mujeres y niñas acogidas en la Casa de la Misericordia, a pesar de que en aquel momento tenía ocho coadjutores a tiempo completo en su plantilla parroquial; y cuando fue injustamente humillada por una demanda contra ella en Kingstown por no poder pagar una factura de 470 libras por la renovación de la cochera y el establo que había donado para una escuela de niñas pobres, un gasto que el párroco le había asegurado inicialmente que se encargaría de cubrir. Como la propia Catalina era a menudo la «forastera» culturalmente diversa, sabía lo que se sentía al ser diferente, al ser una extraña en un lugar aparentemente ajeno.

Sin embargo, la principal motivación de la hospitalidad de Catalina hacia la gente forastera, su búsqueda y acogida afectuosa en su propio espacio y en su vida, no eran sus experiencias personales de haber sido dejada de lado, sino su convicción de la presencia viva de Cristo. El relato del Juicio Final en Mateo 25 era un texto bíblico muy importante para ella; lo cita dos veces en los primeros capítulos de su Regla: «Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» (Mateo 25, 40). Ella no cita las palabras de la frase «Fui emigrante y me recibieron» (Mateo 25, 35), sino que plasma el sentido de esta frase en la forma misma de su vida y de la comunidad que ha creado.

La Regla original de las Hermanas de la Misericordia es un documento escrito a mano por la propia Catalina McAuley y ligeramente revisado por el Arzobispo Daniel Murray de Dublín. El capítulo 4 está dedicado a la acogida de mujeres desamparadas en la Casa de Misericordia. Durante su vida, Catalina misma hizo la mayor parte de las admisiones diarias de estas niñas y mujeres. En este sabio y reflexivo capítulo, ella expone los sencillos procedimientos para acoger a las forasteras en esta Casa que había construido para ellas y que más tarde amplió en Baggot Street. En el tercer párrafo ella escribe:

Aunque debe considerarse siempre una regla general el exigir testimonios adecuados en cuanto al carácter y al desamparo, sin embargo, hay algunas que tienen un fuerte derecho a la protección y que no podrían obtenerlos. Las hijas de comerciantes reducidos, que no hayan sido prácticamente instruidas en la religión ni conocidas más allá del humilde círculo de la casa de sus padres, deben ser admitidas por recomendación de una mujer piadosa de orden, que haya vivido algunos años en el mismo vecindario; y se les debe permitir permanecer en la Casa hasta que hayan practicado en el servicio,2 y con derecho al carácter de la Institución. (Sullivan, ed. 299-300)

Uno de los «errores evidentes» que Catalina descubrió en la Regla confirmada después de su regreso de Roma en agosto de 1841 fue, en su opinión, una grave alteración de este párrafo.3 La misma limitación que ella había tratado enérgicamente de evitar – a saber, la remisión de las decisiones de admisión sobre personas extrañas a personal no residente, con el consiguiente retraso en ofrecer refugio – se insertaba ahora, presumiblemente por alguien en Roma. A la sensata y matizada disposición de Catalina de que «Aunque siempre debe considerarse una regla general exigir testimonios adecuados en cuanto al carácter y la angustia, sin embargo. . . Las hijas de comerciantes reducidos… deben ser admitidas por recomendación de una piadosa ordenanza», se insertó ahora la siguiente redacción después de los «testimonios»:

Y particularmente la del Párroco, acerca de su carácter y pobreza, sin embargo hay quienes merecen ayuda, aunque no puedan procurársela. Sin embargo, incluso sobre éstas, se consultará siempre al Párroco, a fin de conocer mejor sus disposiciones, para la orientación de los Superiores. Pero con esta precaución, las hijas de los comerciantes reducidos… pueden ser admitidas …. (La Regla 12)

Quienquiera que haya hecho esta alteración puede no haber recordado que el texto está hablando de la admisión de mujeres y niñas angustiadas en la Casa de Misericordia, no de la admisión de candidatas en la comunidad religiosa (Sullivan, ed. 279-80).

Será un consuelo considerable para una parte de lectores saber que Catalina aborrecía los comités de no residentes. Sobre todo, en lo que se refiere a la admisión en las casas de acogida. Lo que a ella le molestaba especialmente era la pérdida de espontaneidad en la toma de decisiones y la ciega indiferencia por la situación inmediata de la persona que se encontraba en la puerta. Según el Gran Manuscrito de Derry, ella visitó la Casa de Refugio de las Hermanas Irlandesas de la Caridad en Stanhope Street mientras se construía Baggot Street, pero:

Cuanta más información adquiría ella sobre el gobierno y la gestión general de la Casa de Refugio, más se convencía de que los principios por los que se regía eran totalmente incompatibles con su designio. La única consecuencia de estas visitas fue, por tanto, confirmarla en su resolución de no admitir nunca la interferencia de un comité no residente, y de no cerrar nunca las puertas de la institución a nadie por haber experimentado antes su protección. (Sullivan, ed. 46)

Durante su estancia en Coolock, Catalina había visto cómo a una «pobre muchacha cuya virtud estaba en peligro» se le negaba la admisión en una Casa de Refugio porque el comité que tomaba estas decisiones no tenía previsto reunirse. Según el Manuscrito Limerick, Catalina nunca olvidó esta desafortunada circunstancia, y estaba decidida a tomar «las precauciones más eficaces contra la posibilidad de semejante calamidad» (Sullivan, ed. 144).

La hospitalidad de Catalina McAuley se ocupaba principalmente, aunque no exclusivamente, de las personas necesitadas: de las mujeres y niñas en apuros que acudían a su puerta en busca de cobijo y protección, de personas desesperadamente pobres y enfermas que no tenían a nadie que las visitara, de menores en orfandad que no tenían a nadie más que a ella para darles un hogar. Pero, en un sentido más amplio, toda la personalidad de Catalina era un lugar de acogida vaciado de sí mismo y hospitalario para todos los que encontraba. Clare Augustine Moore dice de ella: «Hasta el final, ella no permitía que se empleara con ella la menor ceremonia… Ella estaba con nosotras exactamente igual que mi madre con su familia, o más bien usábamos menos ceremonias que en casa» («Memorias», en Sullivan, ed. 206). Clare Augustine también informa de la opinión de la madre del juez Fitzgerald, cuya criada, habiendo dejado temporalmente a su hijo al cuidado de Catalina – tras algunas súplicas por parte de la señora Fitzgerald -, se casó en secreto y se embarcó hacia América. Cuando la Sra. Fitzgerald acudió avergonzada e indignada a contarle a Catalina este giro de los acontecimientos, «fue escuchada con mucha amabilidad y calma y descubrió que se ofrecían excusas por la fugitiva». Más tarde dijo de Catalina: «Ella me hizo sentir… lo que es la verdadera caridad y la verdadera religión» («Memorias», en Sullivan, ed. 211).

Catalina ofrecía la misma amable empatía a conductores de diligencias, a los chicos pobres que llevaban su equipaje, a los obispos que visitaban Baggot Street y a las postulantes más jóvenes e inexpertas. Si le pidiéramos que eligiera un nombre para la virtud implícita en lo que llamamos «aceptación de la diversidad cultural», su palabra probablemente sería cortesía. Ella no se referiría a la cortesía superficial, que a veces puede enmascarar frialdad e inhospitalidad, sino más bien al respeto genuino y la consideración generosa hacia otras personas: el tipo de cortesía completa que crea un amplio espacio para las diferencias entre nosotras y las demás personas, y que honra su alteridad y la acoge en una unidad más profunda. Para Catalina tal cortesía es el resultado de la caridad y la humildad: la consecuencia de tomar en serio el mandamiento de Jesús, «que se amen unos a otros como yo los he amado» (Juan 13, 34; Regla 8, en Sullivan, ed. 303), y de darse cuenta de que la humildad de mente y corazón es «la marca más segura de los verdaderos siervos de Cristo» (Regla 9.1, en Sullivan, ed. 305).

Según Clare Augustine Moore, la casa de Baggot Street sirvió durante un tiempo de comedor para pobres de la parroquia San Andrés: «Había que hacer sopa para cien personas, a veces más, y tenían que pasar por la oficina hasta el comedor en escuadrones, y esto por una escalera de madera ahora sustituida por piedra, de modo que había trabajo y suciedad y descontento, así como desorden en los asuntos de la oficina e inconvenientes en la gestión de la Casa de Misericordia» («Memorias», en Sullivan, ed. 209). Es evidente que a Clare Augustine no le gustaba demasiado tanta «diversidad cultural», pero a Catalina McAuley sí. Incluso en estas circunstancias Catalina diría: «Nuestro respeto y caridad mutuas han de ser cordiales; ahora bien, «cordial» significa algo que revive, vigoriza y reconforta; tales deben ser los efectos de nuestro amor mutuo» (Dichos prácticos 5).

Cualquier grupo – ya sea una comunidad universitaria, una congregación religiosa, un grupo de amistades o una nación – busca identificar la unidad que le da sentido y propósito como grupo. De hecho, cada persona busca tener esa unidad e integridad dentro de sí misma para poder ser ella misma. El problema de la unidad ya sea personal o de grupo, no radica en buscarla y protegerla, que es necesario, sino en definir correctamente su profundidad y amplitud, y los límites de la diversidad que la unidad requiere. Hablar de «acoger la diversidad cultural» no es, por tanto, hablar de diversidad ilimitada sin unidad, ni negar la realidad de la unidad en la que se acoge la diversidad, sino más bien definir adecuadamente la unidad esencial y auténtica de la comunidad que la acoge y, por tanto, definir adecuadamente los límites de la diversidad que la comunidad puede acoger. Si un grupo define su unidad como fidelidad y promoción del amor y la verdad de Dios, sus límites a la diversidad serán más amplios y abiertos que si define su unidad como la promoción económica de cristianos republicanos rubios menores de cuarenta años.

Aunque Catalina McAuley definió a la comunidad religiosa que vivía en Baggot Street, y en todas las futuras casas de las Hermanas de la Misericordia, como mujeres católicas romanas que hacían voto de vivir en pobreza voluntaria, celibato, obediencia y al servicio de las personas pobres, enfermas y carentes de educación, ella lo hizo en el contexto de una unidad más profunda y amplia: la fidelidad al amor misericordioso de Dios por todo el pueblo de Dios. De ahí que el espacio material y espiritual habitado por su comunidad religiosa no perteneciera exclusivamente a ella, sino a todos los hombres, mujeres e infantes que, consciente o inconscientemente, fueron receptores del amor misericordioso de Dios. De hecho, ella definía esta unidad más amplia precisamente en términos de la presencia del Espíritu de Cristo en todas las personas con las que se encontraba: en la puerta, en las calles, en los caminos rurales, en los hospitales, en las chozas de la gente pobre, allí donde los rostros humanos presentaban al Cristo de Mateo 25 para que ella respondiera.

La «unión y caridad» que ella deseaba tan ardientemente ver florecer entre sus hermanas en comunidad y de la que habló tan fervientemente en su lecho de muerte – «Que vivan en Unión y Caridad y que todas nos encontremos en una feliz Eternidad» (Sullivan, ed., p. 242) – no debía restringirse sólo a ellas, sino que debía incluir a todas las personas que entraran dentro de las múltiples esferas de sus vidas, sin importar cuán diferentes fueran de las Hermanas de la Misericordia, siempre que el lazo de unión con las Hermanas de la Misericordia se mantuviera.

Porque Catalina tenía tanta confianza en la Misericordia providencial de Dios que podía acoger con gracia y acomodarse pacientemente a la presencia y necesidades de quienes eran diferentes a ella, ya fuera la niña pequeña, Mary Quinn, que se sentaba entre Frances Warde y ella en la mesa de Baggot Street (Sullivan, ed., p. 97), o las pobres clarisas abandonadas a las que acogía en la comunidad de Limerick, o el profesor anglicano de Oxford, Rev. Dr. Edward Pusey, que la visitaba en Baggot Street y luego «se invitaba a sí mismo» a una ceremonia de profesión (Neumann, ed. 350-51), u Obispo Patrick Kennedy de Killaloe que, en su opinión, «no era un gran patrón de monjas» (Neumann, ed. 298), o la joven ex carmelita que entró en Baggot Street y mantuvo los ojos bajos durante semanas, incluso en presencia de Catalina (Neumann, ed. 352, 354).312), o Mary Clare Agnew de Bermondsey, aquejada de «prepotencia» y «aficionada a los extremos en la piedad» (Neumann, ed. 352, 354), o cualquiera de las Hermanas de la Misericordia, mucho más jóvenes que ella y a menudo de temperamento tan diferente al suyo. En todas estas circunstancias Catalina creó un amplio y generoso espacio de cortesía y amor. Sus cartas contienen a menudo una frase encantadora sobre personas a las que ella llegó a conocer mejor, una frase en la que la carga de cualquier duda en su acogida recae directamente sobre su propia percepción inadecuada: «Antes no la veía del todo» (Neumann, ed. 308).

No es que Catalina no pusiera límites o no tuviera opiniones sobre lo que era una diversidad tolerable, sino que sus decisiones de no aceptar lo diferente se basaban únicamente en la fidelidad a recibir y extender la Misericordia de Dios. Ella no aceptó el engañoso intento de cismáticos crottyitas de dividir y destruir la iglesia en Birr, pero se metió en el barro y la nieve para visitarles y explicarles la descripción que hace Pablo de la caridad en 1 Corintios, capítulo 13 (Neumann, ed. 288). No aceptó, en las negociaciones con Walter Meyler, que a las mujeres y niñas pobres acogidas en la Casa de Misericordia se les negara la ayuda de un ministro sacramental regular y coherente, pero el día de su muerte le pidió perdón «si alguna vez hizo o dijo algo que le disgustara» (Sullivan, ed. 243). No aceptó la sugerencia indirectamente expresada por Mary Angela Dunne de que, por falta de postulantes, la fundación de Charleville debía disolverse y cerrar sus obras de Misericordia, pero escribió a Angela una carta alentadora: «¿No son las personas pobres de Charleville tan queridas [por Dios] como las de cualquier otro lugar?». (Neumann, ed. 106-107), y nueve meses después ella pasó diez días en Charleville, de camino a Limerick en septiembre de 1838. De esta visita Catalina escribió: «Encontré que podía ser más útil allí de lo que quizás nunca había sido. Había peligro de que todo se rompiera, y mi corazón se entristecía al pensar que la gente pobre se veía privada del consuelo que Dios parecía destinarles. Hice todos los esfuerzos posibles y, alabado sea Dios, todo se arregló» (Neumann, ed. 138). Siempre que Catalina no podía aceptar, por la misión misericordiosa de Dios en Cristo, lo que le parecía contrario a esa intención misericordiosa, trataba de hacerlo con amor y respeto, con paciencia y ofrecimiento de ayuda, apelando a esa unidad más profunda del amor de Dios que abarca a todas las personas.

En conclusión, si tuviera que resumir en los términos más amplios el abrazo de Catalina McAuley a la diversidad cultural y su legado de hospitalidad a la gente forastera, tendría que decir que:

  • Ella no definió con estrechez de miras el amor de Dios ni la unidad a la que se nos llama a nosotras y a nuestros prójimos en este mundo.
  • Ella no confundía las diferencias ni veía las variaciones culturales como obstáculos para esa unidad.
  • Ella no utilizó un lenguaje polémico para describir estas diferencias.
  • Ella no se aferraba a su propia peculiaridad ni a sus preferencias personales o costumbres no esenciales.
  • Y ella no consideraba su amistad con Dios como algo que codiciar o explotar sólo para sí misma.

Más bien:

  • Ella se vació de la comodidad de su anterior modo de vida.
  • Ella adoptó la forma de servidora en su contexto humano.
  • Ella extendió su afectuoso abrazo a la alteridad.
  • Ella abrió su puerta al forastero.
  • Ella les acogió.
  • Ella sabía de quienes eran diferentes y les dejaba íntegros en su diferencia piadosa.
  • Ella se humilló a sí misma ante todas las formas humanas.
  • Y ella siguió, lo mejor que pudo, el ejemplo de Cristo, que se hizo obediente al amor amplio y misericordioso de Dios hacia toda la humanidad, hasta la muerte, incluso la muerte de cruz.

Si queremos sembrar las semillas de la verdadera esperanza en nuestro mundo, creo que Catalina McAuley diría: Así es como debemos hacerlo, de persona en persona: respondiendo al timbre imaginario, abriendo la puerta imaginaria, abrazando al forastero, acogiendo a la persona, compartiendo el pan y la leche, de persona en persona.

Notas

1. Este trabajo fue presentado como discurso de apertura en la reunión anual del Coloquio de Educación Superior de la Misericordia en la Universidad San Javier de Chicago, el 15 de junio de 1996.

2. Por «servicio», Catalina entiende el empleo como servidumbre, especialmente en el servicio doméstico. Este significado de criada era común en el siglo XIX, pero ahora es raro y obsoleto.

3. La Regla y las Constituciones de las Hermanas de la Misericordia confirmadas en Roma en 1841 eran una traducción italiana del texto que presentó Catalina McCauley. Por lo tanto, la copia publicada que ella recibió de Roma estaba en italiano. Este extracto está traducido al inglés.

Obras citadas

La Regla y Las Constituciones de las Religiosas llamadas Hermanas de la Misericordia. Roma: Propaganda Fide, 1841.

McAuley, Catalina. Las Cartas de Catalina McAuley, 1827-1841. Ed. Mary Ignatia Neumann, R.S.M. Baltimore: Helican, 1969.

___ . Un pequeño libro de dichos prácticos, consejos y oraciones de nuestra venerada fundadora Madre Mary Catalina [sic] McAuley. Ed. [Mary Clare Moore, R.S.M. Landon: Burns, Oates and Co., 1868.

Rahner, Karl. Fundamentos de la fe cristiana. Londres: Darton, Langman & Todd, 1978.

___ . «Cristología dentro de una visión evolucionista del mundo», en Investigaciones teológicas. Vol. 5. Trans. Karl-H. Kruger. Landan: Dartan, Langman & Tadd, 1966. 157-192.

___ . «Sobre la teología de la encarnación», en Investigaciones teológicas. Vol. 4. Trans. Kevin Smith. Londres: Dartan, Longman & Tadd, 1966. 105-120.

Sobrino, Jon. La Iglesia y los pobres. Trans. Matthew J. O’Cannell. Maryknall, Nueva York: Orbis Books, 1984.

Sullivan, Mary C. Catalina McAuley y la tradición de la Misericordia. Notre Dame, Indiana: Universidad de Notre Dame Press, 1995. Los textos de los primeros manuscritos citados en este documento figuran en este volumen.

Publicado originalmente en inglés en The MAST Journal Volumen 6 Número 3 (1996). 

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About the Author

  • Mary C. Sullivan, RSM, fue una escritora prolífica sobre la vida y la misión de Catherine McAuley. Ella compartió la historia de la Misericordia con miles de personas a través de su enseñanza, libros, seminarios y retiros en todo el mundo. Sus libros incluyen The Correspondence of Catherine McAuley (La correspondencia de Catherine McAuley), 1818-1841 (2004), Catherine McAuley and the Tradition of Mercy (Catherine McAuley y la tradición de la misericordia)(1995) y The Path of Mercy: The life of Catherine McAuley (El camino de la misericordia: La vida de Catherine McAuley) (2012). También publicó numerosos artículos académicos y editó varios libros. Tiene una maestría en teología sistemática y una maestría y doctorado en inglés. Ella era una mujer profundamente espiritual y erudita religiosa e inspiró a muchos a vivir misericordiosamente.

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