La Revista de la Asociación de la Misericordia para Escrituras y Teología

La vida y obra proféticas de Catalina McAuley y las primeras Hermanas de la Misericordia

La palabra «profético» se utiliza a menudo en relación con la vida religiosa: como una exhortación, una queja, un elogio, una seguridad, una definición, una descripción. De hecho, actualmente es una palabra bastante de moda: si uno puede decir que alguien o algo es «profético», su vocabulario teológico, al menos, no está anticuado. Yo misma he utilizado esta palabra en el pasado como si no exigiera nada de mi vida, y como si algo pudiera hacerse «profético» simplemente declarando que era «profético». Pero hoy soy consciente de la superficialidad de tal discurso, y de nuestra necesidad de explorar más profundamente la naturaleza precisa y completa de la vocación profética.

Espero demostrar que la vida y la obra de Catalina McAuley y de las primeras Hermanas de la Misericordia fueron realmente proféticas, en el sentido bíblico más auténtico. Pero, al hacerlo, soy consciente de que estaré mostrando un espejo contrastado de mi propia vida y trabajo, y puede que también muestre un espejo contrastado de tu vida y trabajo.

El anillo de plata

Me gustaría situar nuestras reflexiones en torno al símbolo, muy sencillo pero perdurable, del anillo de plata de Catalina, la sencilla banda de plata que recibió en su profesión de votos y que todas las Hermanas de la Misericordia desde aquel día, y todas las Hermanas de la Misericordia presentes en esta sala, han recibido. Este anillo no es una pieza de joyería ornamental, quizá una entre muchas; y no es simplemente una etiqueta conveniente o un objeto-código, ¡que se lleva para ahuyentar a posibles pretendientes en el metro o en los supermercados! Este anillo de plata, si es lo que debe ser, es un signo visible de la llamada a la profecía, una llamada recibida, aceptada y vivida.

En el ceremonial para la profesión de votos que utilizaban las primeras Hermanas de la Misericordia, y que estaba impreso en el folleto ceremonial que Catalina adaptó del que utilizaban las Hermanas de la Presentación, el obispo bendice el anillo rociándolo con agua bendita e incensándolo, pero las palabras de bendición no son una fórmula litúrgica de bendición, sino una proclamación del Evangelio de Mateo. El texto del Evangelio dice en parte:

Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?

En tiempos de Catalina, cuando el obispo, más adelante en la ceremonia, ponía el anillo bendecido en el tercer dedo de la mano izquierda de la hermana recién profesa, decía:

Que Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que ahora te ha desposado, te proteja de todo peligro. Recibe, pues, el anillo de la fe, el sello del Espíritu Santo, para que seas llamada Esposa de Cristo y, si eres fiel, seas coronada con él para siempre. En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

En tiempos de Catalina, la hermana profesa se ponía en pie y decía en voz alta, en latín:

«Estoy desposada con Aquel a quien sirven los ángeles, y ante cuya belleza se detienen maravillados el Sol y la Luna».

Tras una nueva oración de bendición, la hermana recién profesa decía en voz alta, aún de pie:

Regnum mundo, et omnem ornatum saeculi contempsi, propter amorem Domini nostri Jesu Christi, quem vidi, quem amavi, in quem credidi, quem dilexi.

[El reino del mundo y todos los ornamentos de la tierra los he dejado de lado por amor a nuestro Señor Jesucristo, a quien he visto, a quien he amado, en quien he creído y hacia quien me inclino].

Puede que alguna vez hayamos interpretado el lenguaje «conyugal» de este ritual de forma demasiado antropomórfica, o peor aún, de forma demasiado individualista. Ahora podemos pensar que hemos crecido o deberíamos crecer más allá de ese lenguaje y esa interpretación. Por tanto, podemos darnos por satisfechas con la breve declaración de nuestras Constituciones:

En conformidad con nuestra tradición de Misericordia, usamos un anillo de plata como signo de nuestra consagración (Constituciones 32).

Pero me gustaría sugerir que ha llegado el momento de que nos centremos más intensamente en el significado del anillo de plata de nuestra profesión.

Este anillo de plata, que es todo lo que conservamos del atuendo visible de las primeras Hermanas de la Misericordia, no sólo es un símbolo importantísimo de la vida y obra proféticas de Catalina McAuley y de las primeras Hermanas de la Misericordia. Porque si lo llevamos de verdad, y si aceptamos la llamada y la respuesta que significa, este anillo puede ser también el símbolo cotidiano más tangible de nuestra propia identidad profética comunitaria.

Pues el anillo pretende ser una declaración sobre una experiencia de Dios y sobre el compromiso consumador que se deriva de esa experiencia.

Por tanto, este anillo tiene más en común con la «brasa» que tocó la boca de Isaías (Is 6, 6), y con la mano que tocó la boca de Jeremías (Jr 1, 9), y con el pergamino que se le pidió a Ezequiel que comiera (Ez 3, 1), de lo que quizá nos hayamos dado cuenta. El anillo de plata es una identificación personal y comunitaria; es una prenda mutua entre la portadora y el Dios a quien tendió la mano y a cuya palabra abrió la boca.

 La obligación fortalecedora de este anillo es como el dicho de Isaías: «¡Aquí estoy; envíame!» (Is 6, 8); es como el «fuego ardiente» dentro de Jeremías (Jr 20, 9); es como el desafío de Débora a Barac para que reúna fuerzas para liberar a los israelitas de los cananeos (Jue 4, 8-9); es como cuando la anciana Ana «hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lucas 2, 37-38). Este anillo pretende declarar, de forma sencilla pero visible, la aceptación pública por parte de quien lo porta de la responsabilidad pública de hablar en nombre de Dios.

El llamado a la profecía

El llamado bíblico a la profecía no es una invitación a decir lo que una persona piensa. Es un llamado a un acto de habla mucho más disciplinado y modesto. Es un llamado a someterse a la purificación de la mente, del corazón y de los labios para poder recibir de Dios la palabra que hay que pronunciar. Y luego es una llamada humillante y consumidora a ir donde una es enviada, y allí hablar en nombre de Dios: pronunciar en voz alta, ante todo el pueblo, de palabra y en acción, la palabra de y de Dios.

Este hablar de, desde y para Dios es la finalidad misma de la profesión de los votos religiosos: ésta es la llamada y la respuesta significadas en el anillo de plata de las Hermanas de la Misericordia. Y ésta es la explicación bíblica de la vida y obra proféticas de Catalina McAuley y de las primeras Hermanas de la Misericordia: su entrega a la purificación de sus labios y su proclamación de la palabra de Dios.

Quisiera detenerme en estos dos aspectos íntimamente relacionados de la vida y obra de Catalina y de las primeras Hermanas de la Misericordia: 1) su constante y cada vez más profunda comprensión purificadora de que era la palabra de Dios, la misericordia de Dios, el amor de Dios y la revelación de Dios lo que se había apoderado de sus vidas; y luego 2) su voluntad consumidora de pronunciar esa palabra, esa misericordia, ese amor de Dios, públicamente, en el habla y en la acción, de tal modo que su identidad pública fuera precisamente como oradoras de, desde y para los valores de Dios y la presencia de Dios.

En primer lugar, hablemos de su experiencia purificadora y arrebatadora al recibir la palabra de Dios en sus vidas.

Es tan fácil andar por ahí como Hermanas de la Misericordia despreocupadas por la llamada de Dios: preocupadas por las llamadas distractoras o cómodas del «mundo», muy ocupadas vistiendo nuestros sicomoros profesionales (Amós 7, 14), no queriendo convertirnos en el «motivo de risa» (Jer 20, 7), amparándonos en nuestra supuesta juventud o edad o en nuestra incapacidad para ser elocuentes (Jer 1, 7). Es tan fácil llevar una vida, incluso como Hermana de la Misericordia, que no se hace disponible a la brasa viva de la llamada de Dios a la profecía. Es tan fácil agazaparse ante la revelación de Dios y no abrir la boca al toque transformador de la palabra de Dios.

Catalina McAuley y las primeras Hermanas de la Misericordia no eran así. Toda su concepción de la oración y de la lectura espiritual consistía en ponerse deliberadamente a disposición de la llamada de Dios; en situarse dócilmente ante la presencia reveladora y transformadora del Espíritu de Dios; en dejarse tocar y purificar por la palabra de Dios; en abrirse a la comprensión cada vez más ardiente y exigente de que estaban llamadas a ser no sólo un grupo simpático de mujeres que hacían cosas útiles para otras personas, sino más bien una comunidad religiosa a la que embargaban la presencia y la palabra de Dios.

Permíteme que te recuerde las escenas y los dichos que tan bien conoces:

  • desde el principio, la comunidad de la calle Baggot rezaba junta varias veces al día, pero siempre por la mañana temprano y antes de acostarse;
  • al menos al principio, la propia Catalina se levantaba antes que el resto, para poder rezar sola, o con algunas otras, el Salterio de Jesús, oración que por su repetición del nombre de Jesús y por su contenido la ayudaba a permanecer centrada en la comprensión de que era la obra de Dios, y no la suya propia, en la que estaba comprometida;
  • toda la conciencia de la comunidad de la calle Baggot era una disposición a oír que Dios les hablaba, una conciencia de que Dios les había hablado y de que, incluso ahora, les hablaba;
  • había en Catalina y en las primeras hermanas un profundo deseo de recogerse, de tener presente que actuaban desde, para y por la acción de Dios;
  • en la Regla que compuso, Catalina decía de la «Visita a los enfermos»: las hermanas pasarán por las calles «conservando el recogimiento de ánimo y avanzando como si esperasen encontrar a su Divino Redentor en cada pobre morada» (Regla 3.6, en Sullivan, ed. 298);
  • la comunidad meditaba cada día sobre las Escrituras, especialmente sobre la vida y el ministerio de Jesús: utilizaban el Diario de meditaciones de Catalina para cada día del año, un volumen muy respetado de meditaciones diarias basadas en las escrituras, compuesto originalmente en latín en el siglo XVII;
  • Catalina y las primeras Hermanas de la Misericordia leían todos los días la vida de los santos; y en la vida de los santos experimentaban la llamada de Dios en el ejemplo inspirador de otras vidas cristianas;
  • Catalina instó repetidamente a las primeras Hermanas de la Misericordia a contemplar el ejemplo de Jesucristo y a tratar de soportar «algún parecido con Él, copiando algunas de las lecciones que nos ha dado durante su vida mortal, particularmente las de su pasión» (Neumann, ed. 330);
  • Catalina estaba tan convencida de que la presencia física de una Hermana de la Misericordia debía ser, para los demás, una presencia de Dios, que Mary Vincent Harnett dice:

Su deseo de parecerse a nuestro Santísimo Señor… era su resolución diaria, y la lección que repetía constantemente. «Estén siempre esforzándose», decía, «para hacerse como su Esposa Celestial; deben tratar de parecerse a Él al menos en una cosa, para que cualquier persona que las vea pueda recordar su vida santa en la tierra» (Manuscrito de Limerick, en Sullivan, ed. 181).

  • Catalina y las primeras Hermanas de la Misericordia abrazaron el silencio, no de forma opresiva, sino como, según ella, «fiel guardián del recogimiento interior», como ayuda para la reflexión interior sobre quién se era ante Dios y qué se pretendía en nombre de Dios (Regla 8.1, en Sullivan, ed. 303);
  • atesoraban lo que llamaban «oración mental», como un medio que Dios utilizaría «para imprimir profundamente en la mente las sublimes verdades de la religión, elevar el alma y enardecer el corazón con el amor a Dios y a las cosas celestiales» (Regla 11.2, en Sullivan, ed. 306);
  • sufrieron en sus propias vidas personales y comunitarias —de innumerables y constantes maneras: pobreza, hambre, enfermedad, trabajo pesado, numerosas muertes—, pero eligieron conscientemente recibir ese sufrimiento como la Cruz de Cristo, dejar que la continua obra redentora del sufrimiento y la muerte de Jesucristo entrara en sus propias vidas como la llamada reveladora de Dios;
  • y en 1841 la propia Catalina dijo de sus reflexiones cuaresmales

La impresión producida en nuestras mentes por la meditación durante cuarenta días sobre las humillaciones, la mansedumbre y la perseverancia incansable de Cristo nos ayudará en toda ocasión difícil, y nos esforzaremos por hacerle la única devolución que Él exige de nosotras, entregándole todo nuestro corazón, modelado según su propio ejemplo: puro, manso, misericordioso y humilde. (Neumann, ed. 333-34).

Lo que intento decir, acumulando referencias a las fuentes documentales más antiguas, es que Catalina McAuley y nuestras primeras hermanas de la Misericordia se concibieron a sí mismas y se definieron como mujeres a las que se dirigía la voz de Dios, y se dejaron dirigir así. No utilizaron la palabra «profética» para describir la llamada purificadora que sintieron en sus vidas, pero ése es el nombre bíblico de lo que se permitieron experimentar y de lo que experimentó Jeremías:

Yo respondí: «¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven». El Señor me dijo: «No digas [esto o aquello], porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene… El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos… cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que yo te ordene» (Jer 1, 6-10, 17).

La misión profética

Hablar como profeta es, como entendieron los profetas hebreos y como demostró el propio Jesús, hablar de, para y desde Dios. Es declarar, con las propias palabras o actos humanos, la voluntad y la revelación de Dios. Hablar de, para y desde Dios no exige que uno utilice la palabra «Dios» cada vez que abre la boca, pero sí que sus palabras y acciones den testimonio de la revelación de Dios, que anuncien el verdadero carácter, actitud, relación y acción de Dios con respecto a la vida humana.

Si estudiamos la vida y la obra de Catalina McAuley y de las primeras Hermanas de la Misericordia, no podemos dejar de sorprendernos por el carácter «de Dios» de su expresión, es decir, la expresión de toda su vida, la expresión pública de Dios que sus vidas declaraban, ya fuera con palabras o con hechos. Pero antes de examinar en detalle sus vidas, hay otra característica de los verdaderos profetas que vemos en Catalina y las primeras hermanas: la dependencia absoluta de la ayuda y la virtud de Dios.

La verdadera misión profética aparece y es arrolladora. Cumplir lo que Dios pide, ir adonde uno es enviado y hablar lo que se le pide que hable, siempre está más allá de las propias capacidades y virtudes personales del profeta; el verdadero profeta siempre sabe que necesita radicalmente la ayuda y la presencia de Dios, si quiere que su expresión profética sea verdaderamente «de Dios».

Así pues, la cualificación profética más destacada de Catalina McAuley fue su profunda humildad y pureza de corazón (Clare Moore llegó a hablar del «autodesprecio» de Catalina [Sullivan, ed. 93]), pero las primeras Hermanas de la Misericordia también crecieron en esa humildad y pureza. Ciertamente, desde el principio fueron conscientes de su juventud, de su falta de conocimientos, de su timidez, de su falta de habilidades públicas, de su inexperiencia ante el mundo y ante el Evangelio, de su falta de cualquier tipo de autoridad personal y de la fragilidad y enfermedad de su comunidad. A todas estas debilidades se añadían las incapacidades sociales y eclesiásticas atribuidas a su sexo. Por muy ingenua que fuera la primera comunidad de la calle Baggot respecto a algunas cosas, no ignoraba que su párroco «no tenía [como reconocía Clare Augustine Moore] gran idea de que el sexo inculto pudiera hacer otra cosa que daño intentando ayudar al clero» (Manuscrito de Dublín, en Sullivan, ed. 208).

Sin embargo, Catalina McAuley y estas mujeres tan corrientes, que en principio no tenían ningún genio especial propio, estaban dispuestas a abrir sus mentes y sus corazones y sus vidas a la brasa viva de la llamada de Dios a vivir y hablar proféticamente, a ser vistas públicamente como mujeres de, para y de Dios. Y la historia temprana de las Hermanas de la Misericordia en Irlanda e Inglaterra está llena de sus actos y declaraciones proféticas.

Vemos en todos estos hechos y manifestaciones algunas de las formas clásicas del discurso profético en nombre de Dios: la promesa, el reproche, la amonestación y, ocasionalmente, la amenaza. Por ejemplo:

  • La propia decisión de Catalina de renunciar a toda su herencia y a toda su seguridad personal futura para construir una Casa de Misericordia para mujeres y niños pobres, porque Jesús lo había dicho: «Todo lo que hagan al más pequeño de los míos me lo hacen a mí» (Mt 25, 40);
  • su declaración de la consideración de Dios por la preciosa vida humana y la bendita vida eterna de los moribundos de cólera por la forma en que los cuidaba, se arrodillaba junto a sus catres, rezaba con ellos, los protegía de un entierro prematuro y los consolaba con seguridades del amor de Dios;
  • su defensa de las necesidades y derechos sacramentales de las niñas y mujeres sirvientas en la Casa de Misericordia, frente a los inadecuados arreglos concedidos por el Padre Walter Meyler, párroco y amigo íntimo del arzobispo; y su ofrecimiento a éste, en vano, de un salario anual por estos servicios sacramentales mayor del que ella podía permitirse, todo porque ella buscaba el poder de Cristo resucitado y eucarístico en las frágiles vidas de las niñas sin hogar;
  • su audacia para caminar con sus hermanas, como mujeres de clase media, hacia y a través de los peores barrios marginales de Dublín, y para visitar chozas donde los más pobres de los pobres estaban enfermos y moribundos, para poder hablarles del amor y la misericordia de Dios;
  • ella atravesaba kilómetros de nieve y barro en Birr para visitar a familias alejadas de la iglesia y explicarles el capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios;
  • y toda la dignidad y abnegación del último año de vida de Catalina, un año de su propia enfermedad y debilidad crecientes, durante el cual estableció dos nuevas fundaciones y se preparó para una tercera, al tiempo que enseñaba a sus hermanas a entregarse «con la mayor libertad» y a confiar «sin vacilaciones en la Providencia de Dios» (Neumann, ed. 353).

Tanto si nos fijamos en las bienaventuranzas como en las obras de misericordia espirituales y corporales o en el relato del juicio final del Evangelio de Mateo, vemos en la propia vida de Catalina y en el efecto duradero de su obra todo lo que cabría esperar de la expresión profética de, para y de Dios. Una puede ver por qué, a su muerte, su buen amigo el obispo Michael Blake dijo de ella:

Creo que nunca ha existido en Irlanda, desde los días de Santa Brígida, una benefactora de la naturaleza humana más celosa, más prudente, más útil, más desinteresada y con más éxito. (Anales de Bermondsey, en Sullivan, ed. 125)

(¡Es un lapso de 1300 años!)

Pero, ¿qué hay de las primeras asociadas de Catalina y de las primeras Hermanas de la Misericordia? ¿Qué hay de su vocación para hablar de, por y para Dios?

Ya ha pasado el tiempo en que podemos hacerles justicia. A pesar de su bondad al escribir los Anales detallados, cuando estaban tan ocupadas como nosotras, y a pesar de los conocimientos disponibles en sus archivos, la vida profética completa de estas mujeres se nos oculta en su mayor parte. Sólo podemos vislumbrar sus declaraciones proféticas sobre la misericordia de Dios:

  • Mary Vincent Harnett compiló un Catecismo de la Historia de las Escrituras que finalmente se usó en las escuelas de la Misericordia en toda Irlanda, probablemente el primer libro de texto de las Escrituras para la infancia católica irlandesa;
  • Mary Ann Doyle suplicó repetidamente al obispo de Meath, sin éxito, que permitiera a las hermanas visitar a los pacientes en los hospitales de Tullamore durante una epidemia de fiebre tifoidea;
  • Frances Warde eligió ir a servir a los Estados Unidos cuando se dio cuenta de que sus palabras y su trabajo en Carlow nunca serían entendidos por el Obispo Haly de Kildare y Leighlin;
  • Mary Clare Moore, Mary Francis Bridgeman y otras veintiuna Hermanas de la Misericordia van, con muy poca antelación, a Turquía y Crimea para cuidar a soldados heridos y moribundos durante la Guerra de Crimea, y viven allí en cuarteles y cabañas, con privaciones, enfermedades y miseria increíblemente desgarradoras;
  • Mary Winifred Sprey muriendo de cólera y Mary Elizabeth Butler muriendo de tifus, entre soldados enfermos y heridos en Crimea a quienes habían mostrado el tierno rostro de Dios;
  • Mary Gonzaga Barrie, Mary Stanislaus Jones y otras hermanas que lucharon durante más de dos años con el Arzobispo Henry Manning para mantener abierto el hospital que habían fundado para enfermos incurables en Great Ormond Street en Londres;
  • Mary Clare Moore mantuvo correspondencia con Florence Nightingale durante casi veinte años, hasta la muerte de Clara, y le envió libros de lectura espiritual que Florencia atesoraba: obras de Gertrudis la Grande, Catalina de Siena, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz.

Esta lista ni siquiera empieza a contar la historia de nuestras antecesoras en la Misericordia. Pero de una cosa estoy segura, por todas las pruebas que he visto:

en las cartas que estas mujeres escribieron a aquellas personas a quienes sirvieron,

en los lugares donde eligieron vivir,

en sus visitas a enfermos, moribundos y encarcelados,

en las aulas donde enseñaban,

en la instrucción de adultos que impartían,

en los hospitales donde cuidaban,

en sus conversaciones con obispos moribundos y huérfanos sin hogar,

en su apariencia pública y en el ejemplo de sus vidas,

estas mujeres de la Misericordia hablaban explícitamente de, por y para Dios.

Utilizaban el nombre de Dios y hablaban en voz alta del Dios que comprendían. No eran tímidas a la hora de explicar el amor de Dios por la humanidad; no eran reacias a nombrar los grandes misterios de la vida redentora de Jesús; no temían declarar públicamente su propia fe y esperanza en Dios, y su propia confianza en la presencia amorosa y activa del Espíritu de Dios en el mundo. Sus voces no se fundieron en el entorno secular. Conocían el significado explícito y la vocación profética de su anillo de plata.

El anillo de plata de Catalina McAuley

El precedente bíblico de nuestro anillo de plata no es una alianza de casamiento, sino un anillo de sello. En el Antiguo Testamento, el anillo para el dedo era casi siempre un anillo grabado con un sello. El sello se utilizaba para marcar la autoridad personal conferida al portador del anillo o para dar autoridad personal a un documento. El anillo con su sello servía de firma y compromiso. Era vital para la autenticidad del sello que se conservara la claridad de su imagen grabada y que se llevara siempre encima.

Cuando murió Catalina McAuley, le quitaron el anillo de plata del dedo y se lo dieron a Mary Juliana (Ellen) Delany cuando profesó sus votos. Juliana acabó sirviendo en la comunidad de Belfast, y el anillo de plata de Catalina McAuley se conserva allí. En una reunión de archiveras irlandesas celebrada en la calle Baggot el pasado mes de junio, las que estábamos presentes tuvimos el privilegio de sostener y ponernos el anillo de Catalina. Para cada una de nosotras, ese encuentro silencioso con el anillo de Catalina estaba lleno de sentido. Volvemos a ponernos nuestros propios anillos de plata con una comprensión mucho más profunda de lo que significan y a lo que obligan.

El anillo de plata de Catalina tiene grabados dos lemas: en el interior, las palabras de María, «Fiat voluntas tua» (Hágase tu voluntad); y en el exterior, las palabras, «Ad majorem Dei gloriam» (A mayor gloria de Dios). Creo que estos lemas describen bien su respuesta interior a la llamada de Dios a la profecía y su labor profética pública: sus expresiones de, por y para Dios. Estos lemas hablan de la purificación interior de su deseo y de la mayor revelación de la misericordia de Dios a la que entregó su vida.

Hoy no tenemos aquí el anillo de Catalina. No podemos poseer su anillo de plata. Sus tiempos históricos no son nuestros tiempos, y ella no puede vivir nuestra vocación profética por nosotras. Pero podemos encontrar en el ejemplo de su vida la inspiración para tomarnos en serio nuestros propios anillos de plata, no simplemente como el registro de un acontecimiento pasado, sino como el sello grabado y el signo de una realidad presente y de una obligación presente.

  En el anillo de cada una de nosotras hay un lema grabado: uno que elegimos «en nuestra juventud», cuando quizá apenas nos dábamos cuenta del pleno llamado de la brasa viva de la palabra de Dios en nuestras vidas. Quizá haya llegado el momento de que examinemos esos lemas, esos sellos de Dios sobre nuestras vidas. Si estas palabras-lema siguen siendo la voz de Dios para nosotras, vivámoslas. Si estas palabras-lema ya no son el lenguaje que expresa con mayor urgencia la llamada potenciadora de Dios en nuestras vidas, entonces volvamos a grabar nuestros anillos con las palabras purificadoras de la voz que nos llama a la profecía.

Quienes laboran con nosotras, como asociadas/os, colaboradores de trabajo y seguidores de Catalina McAuley, también se unen al compromiso y al significado de estos anillos, en cualquiera de las formas en que escuchen sus propias llamadas a profetizar la Misericordia de Dios. Se unen a la compañía de decenas de mujeres y hombres laicos sin cuya ayuda nunca se habrían fundado las Hermanas de la Misericordia, y sin cuya compañía continua no se proclamará amplia y visiblemente la profecía a la que está llamada la comunidad de la Misericordia.

Lo que más he querido destacar en estas reflexiones sobre la vida y la obra proféticas de Catalina McAuley y de las primeras Hermanas de la Misericordia es el carácter visible, audible de, desde, y para Dios de su voz profética. Se movieron por este mundo y fueron conocidas en este mundo como mujeres de Dios, mujeres que actuaban por deseo de Dios, mujeres que hablaban por Dios y por la misericordia de Dios.

Y así se entendieron a sí mismas:

  • como mensajeras del consuelo de Dios,
  • como portadoras del consuelo de Dios,
  • como defensoras de los pobres de Dios,
  • como proclamadoras del reino de Dios,
  • como maestras de la palabra de Dios,
  • como nodrizas de la sanación de Dios,
  • como casa humana de la Misericordia de Dios.

Cuando Catalina hizo vestidos nuevos para doscientas niñas muy pobres de Bermondsey; cuando se regocijaba al pensar que todo el dinero del bazar de Limerick se convertiría en «pan, caldo y mantas» para los pobres (Neumann, ed., p. 275); cuando lamentó la muerte de tres hermanas en doce días en 1840, en Dublín, Cork y Limerick; cuando luchó poderosamente para crear una lavandería comercial en la calle Baggot, para que las niñas y mujeres de la Casa de la Misericordia tuvieran una fuente de empleo e ingresos, en todos estos eventos ordinarios de su vida buscó hablar públicamente de y para Dios y nutrir a una comunidad profética visible que por sus palabras y obras declaraba la revelación de Dios.

Revigorización

Al hablar de la maravillosa revigorización de la vida de Mary Aloysius Scott, una vez que fue a Birr como superiora de la nueva fundación, Catalina dijo del comportamiento anterior de Mary Aloysius: «Ponemos nuestras velas debajo de un celemín» (Neumann, ed. 291).

Incluso ahora, Catalina no quiere que pongamos nuestra luz bajo un celemín, por poco exigente e incansable que sea, sino que «debe brillar ante los ojos de las personas la luz que hay en ustedes, a fin de que ellas vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo» (Mt 5, 16).

Quizá tengamos que preguntarnos si nuestra luz ha estado, en cierta medida, bajo un celemín en los últimos años, nuestra luz profética personal y corporativa. ¿La llamada profética de nuestro anillo de plata ha quedado algo oculta a la vista del público? ¿Se ha desdibujado un poco el sello visible del reclamo de Dios sobre nuestras vidas? ¿Nuestra expresión profética ha sido algo inaudible?

En junio de 1841, el Obispo John England visitó la calle Baggot, con la esperanza de reclutar una comunidad de Hermanas de la Misericordia para una fundación en Charleston, Carolina del Sur. Aunque Catalina no podía prescindir de ninguna hermana en ese momento, reclutó a la postulante más pequeña de la comunidad para gastarle una broma al obispo, y luego describió la diversión en una carta a Mary Aloysius Scott:

Después del desayuno, reunimos a todas las tropas de todas partes en la sala comunitaria: lavandería, comedor, etc., etc. Por casualidad vinieron 2 de Kingstown, e hicimos una gran reunión. La pregunta la formula Su Excelencia Reverendísima desde la Cátedra: «¿Quién vendrá a Charleston conmigo para actuar como superiora?». La única que se ofreció para ocupar el cargo fue la Hna. Margaret Teresa Dwyer, lo que provocó grandes risas. Lo había acordado antes con ella, pero no creía que tuviera valor. Su Excelencia Reverendísima se vio obligado a reconocer que somos pobres dependientes del velo blanco y la toca. Ciertamente parecemos una comunidad que ha querido tiempo para llegar a la madurez, reducida de nuevo a la infancia como estamos. (Neumann, ed. 347)

Obras citadas

Neumann, Mary Ignatia, RSM, ed. Letters of Catalina McAuley, 1827-1841. Baltimore: Helicon, 1969.

Sullivan, Mary C., RSM. Catherine McAuley and the Tradition of Mercy. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1995.

Publicado originalmente en inglés en The MAST Journal Volumen 8 Número 1 (1997).

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About the Author

  • Mary C. Sullivan, RSM, fue una escritora prolífica sobre la vida y la misión de Catherine McAuley. Ella compartió la historia de la Misericordia con miles de personas a través de su enseñanza, libros, seminarios y retiros en todo el mundo. Sus libros incluyen The Correspondence of Catherine McAuley (La correspondencia de Catherine McAuley), 1818-1841 (2004), Catherine McAuley and the Tradition of Mercy (Catherine McAuley y la tradición de la misericordia)(1995) y The Path of Mercy: The life of Catherine McAuley (El camino de la misericordia: La vida de Catherine McAuley) (2012). También publicó numerosos artículos académicos y editó varios libros. Tiene una maestría en teología sistemática y una maestría y doctorado en inglés. Ella era una mujer profundamente espiritual y erudita religiosa e inspiró a muchos a vivir misericordiosamente.

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